Saldremos mejores

En Nochevieja celebramos el cumpleaños del mundo, ese momento en el que observamos los meses pasados desde la conciencia de estar dando carpetazo a una determinada época, a doce meses que ya podemos dar por finiquitados antes de empezar a escribir los días del futuro. Esa noche celebraremos una gran fiesta y nos emborracharemos con alegría sabiendo que a partir del día siguiente estaremos renaciendo, nuevos y por supuesto mucho mejores. Esa catarsis proyectada sobre grandes planes de cambio personal alimenta nuestra esperanza como un chute de energía. Dejaremos de fumar, empezaremos a hacer deporte, moderaremos la ingesta de alcohol, pensaremos más en los demás y menos en nosotros mismos, no gastaremos ni un átomo de nuestro cuerpo en alimentar rencores y odios, aprenderemos a escuchar y nos olvidaremos de imponer nuestro criterio, volveremos a devorar libros como aquel ávido lector que fuimos en nuestra juventud y dejaremos de perder nuestro tiempo consumiendo estupideces catódicas…

En definitiva y como se aseguraba en tiempos pandémicos, saldremos mejores. 

Tras la gran fiesta que despide el año viejo y ya expertos en lidiar con nuestra conciencia, nos afanaremos en enarbolar la mentira de nuestro cambio personal con inusitado entusiasmo, inasequibles al desaliento y olvidando los frustrantes precedentes con pasmosa facilidad. El primer día del año será el primero del resto de una vida mucho más centrada y ambiciosa. O al menos eso es lo que creeremos a pies juntillas poseídos por un subidón de determinación que es casi tan inherente al mes de enero como su frío o su célebre cuesta. 

Un año más o un año menos, según lo mire un optimista vocacional o un irreductible pesimista. ¿Recuerdan a Willy, el compañero de correrías de la abeja Maya? Pues a pesar de que uno trata de ver la historia del mundo y todas las peripecias del hombre sobre los días desde una perspectiva ilusionante, al final siempre se queda con la misma expresión circunspecta y pesimista que lucía, en la conocida serie de dibujos animados, ese zángano regordete y adicto a la miel que siempre veía la botella medio vacía. Porque no, no saldremos mejores.