Hace dos años me encontré a la puerta de mi casa del lago un corzo muerto. Joder. Vaya frase. Parece el principio de una novela de Stephen King. Pero es verdad: medio escondido en un zanja por donde antes –de que se ejecutase el Canal de Payuelos en su fase I– corría el agua. No era visible desde la carretera y eso permitió que LOS ACONTECIMIENTOS que paso a narrar se precipitasen. En realidad debía llevar allí muchos días y si esta vez miré en esa dirección cuando entraba con el coche fue por el olor. El pobre animal, evidentemente atropellado, estaba medio podrido y apestaba. Ya había visto naturalmente otros bichos aplastados en la carretera e incluso había apartado de la vista un par de gatos y una comadreja para que no los viera mi mujer. Pero este era grande así que tomé la sublime decisión de avisar a LAS AUTORIDADES. No hace falta que diga que tratar con tan fantasmal división de la realidad normalmente se convierte en una melancólica gimnasia. ¿Ocurriría también en esta ocasión? Qué suspense. Con gran prudencia y yo creo que pulsando los números flojito por no estar seguro de su pertinencia llamé al 112. Muy buenas. No sé si ustedes se ocupan de estas mierdas, no quiero molestar ¿no? ¿A la Guardia Civil? Voy. Llamo al cuartel de la Guardia Civil más cercano. Grandísima diligencia. Antes de que les diga dónde está EL CADÁVER ya me anuncian que van a mandar once divisiones. El benemérito que contesta el teléfono parece un poco bruto, pero lo suple con tremendo entusiasmo. Hala. Ya está. Los cojones. Pasan dos días y ahí siguen tanto el solitario ungulado como la miríada de anélidos que lo devoran. Vuelvo a llamar al mismo cuartel y esta vez me aseguro de darles el punto kilométrico exacto, mi número de teléfono para ulteriores precisiones y de establecer que la cosa desde la carretera no se ve. ¿Todavía no ha acudido nadie? ¡Van para allá! Al cabo de otros dos días llamo a la Junta de Castilla y León. Jur, jur, jur. Medio Ambiente. Ah. ¿En León? Sí. Bueno, desde la carretera no se ve porque está semienterrado en una zanja de riego… antigua, porque ahora el riego… Que avise a la Guardia Civil. Me dan un teléfono que igual… SERVICIO DE RECOGIDA DE ANIMALES MUERTOS. Coño. Llamo. Que ellos no están para eso (?). Están más bien para incendios. Yo creí que para eso estaban los bomberos. Que llame a la Guardia Civil. Ha llegado el momento de tomar el problema por los cuernos. Nunca mejor dicho. Era un macho. Lo agarro con mucho asquín por los extremos –la tercera punta y la garceta– de las cuernas no muy perladas –era jovencito–. Y lo coloco al lado de la carretera. Jugueteo con la idea de dejarlo en el puto medio. Pero tampoco quiero provocar un accidente. Ahora ya se ve. Me voy para casa. Cuando salgo al cabo de dos horas no hay ni rastro del animal. ¿Qué conclusión podemos sacar de todo esto? Porque estos textos, aunque parezcan –y quizá constituyan enteramente– un desahogo mezclado con estúpidas anécdotas son en realidad pedagógicos cuentos morales. Lecciones de vida. Despojada experiencia. MIRADA Y MEMORIA. Así que, ¿qué hemos aprendido hoy, niños? ¿Debemos sufrir los golpes de la insultante fortuna y ante un piélago de calamidades, llamar a números al azar de la Junta de Castilla & León sosteniendo divertidos diálogos con funcionarios tan aburridos que hasta cogen el teléfono... o no soportando más calamidades debemos enfrentarnos a ellas dándoles término transfigurados en amos de nuestro destino y capitanes de nuestra alma? Pues yo qué sé. Lo que resulta un poco bobada es llamar a la Guardia Civil.