En la entrada del club deportivo que frecuento (iba a escribir la piscina a la que voy, pero hoy estoy tontísimo) han puesto un check point (ya dije que me había levantado especialmente gilipollas) de reconocimiento facial muy poco fisonomista que a veces me reconoce y a veces no. Cuando no me identifica le digo la clásica frase de portero automático Soy yo que, naturalmente, ignora. No conozco a nadie que no hable con los chismes. Todos sostenemos diálogos parecidos con nuestros aparatos. He saludado por el pasillo a la Roomba y la he pedido perdón alguna vez cuando le he dado sin querer una patada. Comentando con más gente el tema me he dado cuenta de que es un clásico el ¿qué haces? a este maniático aspirador, el ¡cállate! al televisor y el vete a la mierda a cualquier máquina que pregunte la contraseña. El asesor histórico de la serie de televisión británica Yo, Claudio, interrogado por una actriz sobre cómo su personaje (el de Livia, nada menos) debía dirigirse o sostener la mirada de los esclavos fue instruida con este fenomenal consejo: igual que lo harías con un electrodoméstico. Bueno, se entiende, pero resulta muy elástico. ¿A cuál? Yo no hablo igual (ni siquiera con el mismo tono) a la lavadora que al ordenador. A la lavadora casi no la insulto, en cambio a mis computadores les llamo de todo y a grandes voces. Por otra parte de niño fui programado en comunicación dentro de un extraño edificio sin antena, pero paradójicamente lleno de contrahechos receptores llamados curas que modulaban las voces (a ellos debidas) de seres invisibles mientras me impedían hablar con mis semejantes. Aprendí mucho. Ahora de mayor ya sé que el deseable pero imposible contacto con otros humanos resulta extenuante y que Dios proporciona las mismas respuestas que el microondas.