Elogio de las lucecinas
En 1994 la pija editorial Siruela sacó en español El elogio de la sombra, ensayo que un japonés bastante cenizo –por varias razones– llamado Junichiro Tanizaki había escrito en 1933. Libro de obligada lectura –en serio: yo creo que forzaban a leerlo bajo amenazas; fue una plaga–, venía a explicar que lo occidental y su brilli brilli era una mierda grandísima y que había contaminado la antigua pureza japonesa de lo pausado, lo tazado, lo sobado y lo sombrío. Desde un plano puramente personal el amigo Tanizaki aconsejaba –¡exhortaba a!–, por ejemplo, poner los retretes de casa en un bosquecillo. Con follajes y canales y una ventana desde la que contemplar la luna o los diferentes verdes del musgo. La ventana, claro, sin cristal, que es una vulgaridad. ¡Como vas a poner un VELUX en el bosquecillo, insensato! Ya decía el célebre Saito Ryoku que el refinamiento es frío. Así que si vas a hacer tus cosas al bosquecillo y está helando, pues más penumbroso y elegante resultará el acto. Si no se ve la luna, pues esperas, pero no agachao, que es malo para las hemorroides; bueno, en realidad es bueno para las hemorroides, pero malo para el que las sufre. O sea, que eso de ir al váter en una caja iluminada, con baldosas sin poro y hasta con un horrendo radiador emitiendo groseras convecciones es… occidental. Y moderno. Y deslumbrante. Tanizaki a Abel Caballero le hubiera agredido con una katana. Tiene que ver esto también con la habitación propia de Virginia Woolf: poseer un silencioso ámbito para uno mismo –un cuarto, un bosquecillo...– lleno de estética armonía. Es fácil reírse de ello. Yo soy del Pleistoceno. No romantizo el pasado porque lo conocí: nací en un domicilio con agua corriente y baños por casualidad. Creo que tuvimos televisión antes que lavadora. Mucha gente de mi generación no tuvo tanta suerte. No me importaría cagar en una cabañita sobre cuya madera de teca repiqueteen las gotas de lluvia que hacen brillar –no mucho, cuidao– los helechos. Siempre que tuviera unos servicios de verdad en casa, con ducha, celulosa en abundancia, espesas y secas toallas e higiénicos chorros de agua potable fría y caliente. Me gustan las sombras y lo mate tanto como a cualquiera. Y los grabados sobre madera o ukiyo-e que intento con pigmentos naturales de alas de mariposa disueltas en agua y el Kintsugi –o Kintsukuroi– y reparo con opacos hilos de oro toda mi cerámica raku cuando se me chasca. Incluso tengo la seguridad de que nadie puede ser feliz del todo rodeado de terrazo y formica aunque no lo perciba. En total: todos oímos juicios más o menos disparatados sobre belleza o pasado y este preámbulo sanito/oriental venía a cuento de los que miran con nostalgia los ochenta –¡o lo bien que se vivía con Franco!– por motivos. Que me cago en sus muertos pisaos. Una cosa es elogiar la sombra y otra elogiar la miseria, la tortura y el fascismo.