Cine

Road movies

Un fotograma de 'Thelma y Louise'.

Antonio Boñar

Las road movies o películas de carretera constituyen un género en sí mismo. Son filmes cuya estructura suele responder a la transformación paulatina, o directamente catarsis, que experimentan uno o más personajes en el transcurso de su desplazamiento por distintos espacios físicos. Esto puede sonar muy académico, pero básicamente estaríamos hablando de un tipo de cine empezó a fraguarse con esas películas del oeste en las que, casi siempre, nos encontramos con un tipo solitario que llega a un pueblo con la intención de rehacer su vida, huyendo de un pasado que inevitablemente acabará regresando en forma de pistolero. Ahí ya tenemos el trayecto vital e interior de los personajes, los conflictos íntimos en los grandes espacios, la redención del camino. Luego las historias de carretera se diversificaron y se volvieron más sofisticadas, pero la esencia ya estaba en el western.

Dicho esto, y para empezar nuestro recorrido, nada mejor que un clásico, ese en el que Frank Capra configuraba un nuevo estilo de comedia romántica que sigue vigente casi un siglo después: Sucedió una noche (1934). Otro clásico eterno es Las uvas de la ira (1940). Basada en la novela homónima de John Steinbeck, nos cuenta la epopeya de una familia en busca de trabajo durante los años de la depresión. John Ford aborda el relato con tanta indignación social como emotividad. Vigorosa y lírica, constituye sin duda una de las cumbres de su autor. Sigamos, en Dos en la carretera (1967) el trayecto sirve para constatar las cicatrices que el paso del tiempo va dejando en la pareja. Con grandes dosis de cinismo y un encanto indeleble, Stanley Donen nos cuenta que a veces el amor sólo llega para decirnos que no puede quedarse mucho tiempo. Junto a la imprescindible Charada (1963) justifica la carrera de su director. 

Otro viaje, iniciático y psicodélico, es el que emprenden Peter Fonda, Jack Nicholson y Dennis Hooper en Buscando mi destino (1969). Es imposible no recordarles cabalgando sus Harley Davidson y cruzando el desierto mientras se elevan sobre el atardecer los acordes del Born to be Wild, el mítico tema de Steppenwolf. Y en el trabajo con el que Spielberg se presentó al mundo, El diablo sobre ruedas (1971), asistimos a la angustiosa persecución que sufre un infeliz conductor por parte de un camión sin rostro. Es un brillante y claustrofóbico ejercicio de cinematografía que debería enseñarse en toda escuela de cine que se precie. En otro espléndido thriller, Un mundo perfecto (1993), Clint Eastwood junta en el camino a un delincuente con un niño. Para este espectador se trata de una auténtica obra maestra que entronca con el mejor clasicismo americano. 

Más reciente es la sobria y delicada Una historia verdadera (1999). Con el relato de ese anciano que viaja en segadora desde Iowa a Wisconsin, David Lynch nos regaló una emocionante obra maestra. Y otra aportación a esta subjetiva lista de recomendaciones podría ser la sutil, amarga y profunda Y tu mama también (2001), del mexicano Alfonso Cuarón. El viaje sin rumbo que cambiará para siempre la vida de Julio y Tenoch destila una arrolladora y poética espontaneidad.

Hay muchas más: Bonnie and Clyde (1967), Paris-Texas (1984), El viaje a ninguna parte (1985), Thelma y Louise (1991), Guantanamera (1995),  Airbag (1997), Entre copas (2004), Hacía rutas salvajes (2007), Mad Max: Furia en la carretera (2015)…

Todos son magníficos y variados ejemplos de ese cine que nos empuja a buscar nuestra propia identidad en los recodos de la carretera. Porque en el silencio estático de nuestra conciencia, mientras surcamos territorios nuevos y sentimos como una brisa de aire acaricia nuestros rostros, comprendemos lo que somos. Y nos sentimos libres. “Todavía nos quedaba mucho camino, pero no nos importaba: la carretera es la vida”, escribió Jack Kerouak.

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