Una escapada por la parda geografía castellana
Apenas recuperado el país de su histórico apagón cuyas réplicas, cual imprevisto tsunami, aún están lejos de dilucidarse, el viajero impenitente cruza la frontera entre la Región Leonesa y la región castellana. El verde frumentario contrasta ahora con el amarillo intenso de algunos cultivos de colza. La primavera está en su apogeo y el año ha sido generoso en las lluvias.
Escaso es el contraste al cruzar los límites, los ‘campos góticos’ esos que llevaron a León y a Castilla a ensangrentar su espada por ver quien disponía del trigo de Tierra de Campos para sus respectivos reinos. Las suaves ondulaciones de Mayorga a Palencia así lo acreditan, son tierras sin horizonte, monótonas, apenas sin árboles. Pueblos separados y tristes, no se respira ilusión, son lugares de espiritualidad y hambre que produjeron a los Torquemadas de historia, los que mandan a la hoguera a todo aquel que discrepe y quiera pensar por libre. El paraíso del pensamiento único.
Entrando en la provincia de Burgos, el mito de la llanura castellana se desvanece. Lerma se muestra altivo y en los cortantes que jalonan la carretera a Santo Domingo de Silos flotan en el aire con desganada ingravidez las figuras de los buitres. El cañón del Río Lobos, ya presintiéndose Soria, es otra tarjeta de visita que dice que Castilla, en buena medida ni es estepa ni es llanura, y eso sin mencionar la Bureba, Sierra de la Demanda, Sierra del Escudo, etcétera. Abundan los parajes estériles donde hasta la hierba se niega hacer acto de presencia Más allá, la Soria de pinares se extiende hasta el Moncayo. En sus picos de Urbión nace el Duero que devuelve al Atlántico lo que antes Castilla, desde Santander, enviaba al Mediterráneo con el Ebro.
En Segovia, como en Soria, proliferan los pinares, son casi estampa repetida, pinos y granjas de cerdos. Tampoco aquí las escarpaduras son anecdóticas, antes bien abundan. En las abruptas escarpaduras de las Hoces del río Duratón enebros y sabinas se hacen hueco entre la monotonía de las pinedas. Tampoco la Sierra de Guadarrama viene a corroborar aquello de las planicies castellanas. Enclaves como Cuellar o Coca vienen a señalar que lo de la llanura castellana es una filfa. Por último, nos queda Ávila, aún más escarpada si cabe. Como las anteriores tiene sus vegas enclaustradas en un territorio abrupto donde pacen corniveletos bovinos de raza Avileña entre peñascales y otras razas de más reciente introducción. La extensísima Sierra de Gredos reafirma la idea de una Castilla montuna.
Desmentida esa Castilla de la que algunos hablan...
Y hasta aquí las pruebas que desmienten la creencia de que Castilla es polvo, sudor y hierro que atenazan al Cid, mercenario hasta de reyes moros y exaltado hasta la saciedad. Pasemos ahora del paisaje al paisanaje y a sus villas. El trato de la gente normal es acogedor y amable, incluso cuando se les indica que nosotros somos una realidad aparte, aunque estemos compartiendo representación política. Quizá sea por eso que resulta ofensivo leer o escuchar los exabruptos de esos ‘hiperleonesistas’ que no aciertan a distinguir entre personas, que tal vez padecen males similares a los nuestros, y a esa élite de la política que aspira a ser eso, una élite que sólo persigue el provecho propio.
El viajero se ve sorprendido por la pregunta de unos niños que preguntan si el lacito que reivindica la decimoctava autonomía, es un acto reivindicativo de la lucha contra el cáncer. Se les explica que no, que es una petición de tener un proyecto propio y así se deja traslucir. Con curiosidad se les demanda si en sus estudios de Historia se les habla del Reino de León, afirman no saber nada y ya se sabe que los borrachos y los niños dicen siempre la verdad.
En las pequeñas y medianas localidades, como ya adelantamos, no se percibe gran alegría, menudean rollos y picotas que ponen un tono macabro al lugar. Algunos de ellos todavía exhiben los grillos con los que los penados eran sujetos o colgados en estos elementos de tortura. Un anacronismo miserable. Por Castilla sobreviven austeras y adustas construcciones feudales, sólo contrariadas por nuevas viviendas y escasos polígonos industriales. Pervive obra civil con casas señoriales y palacios a los que parece habérseles parado el reloj hace siglos y una abrumadora proliferación de edificios religiosos.
En casi todos los lugares contrasta la pujanza de la obra religiosa (monasterios e iglesias enormes) frente al encogimiento de las viviendas de los particulares, algunas con dimensiones de poco más que una grillera. Y el viajero recapacita como pudo haber tal dispendio de medios para los suntuosos templos mientras el paisanaje languidecía y oraba. Viendo numerosos lugares es fácil de entender la fama de austeros y frugales que se les ha otorgado. Por fin el viaje finaliza saliendo por el valle del Jerte y el alma se serena y viste de hermosura y luz no usada.
Sólo cabe hacer algunas consideraciones tras este tipo de viajes. La primera es el recuerdo de aquellas frases demoledoras de Jovellanos en su obra Informe sobre la ley agraria “Pero sin agricultura, todo cayó en Castilla con los frágiles cimientos de su precaria felicidad. ¿Qué es lo que ha quedado de aquella antigua gloria, sino los esqueletos de sus ciudades, antes populosas y llenas de fábricas y talleres, de almacenes y tiendas, y hoy sólo pobladas de iglesias, conventos y hospitales que sobreviven a la miseria que han causado?”. O esta otra: “¿No probará esto el ejemplo de Cataluña, cuya agricultura e industria ha ido siempre a más, mientras en Castilla siempre a menos?”.
Y por fin varias inquietudes en voz alta ¿Es éste el futuro que persiguen los políticos leoneses para León cuando pretenden persuadirnos de que no nos queda más remedio que seguir estos mismos pasos? ¿Tan mal quieren a su tierra y a sus paisanos de patria chica? ¿De verdad que nos están pidiendo que detengamos el reloj de la historia para sumirnos en el polvo de la nada? ¿Es posible caer más bajo por llenar bien la andorga?
Tomás Juan Mata pertenece a Urbicum Flumen, la Asociación Iniciativa Vía de la Plata