Que no te engañen Villamanín, no hay manera de que alguien pueda cobrar todo lo que os ha tocado en la lotería

Una de las participaciones del Gordo de Navidad en Villamanín.

Villamanín, en el norte de la bella provincia de León, es un pueblo blanco de nieve trufado del encanto celta que puebla los poemas de Xoxé Luis Méndez Ferrín, y de leyendas de las laderas de W.B. Yeats, y la mitología montañosa de los de los cuentos de Álvaro Cunqueiro. Un lugar de contrastes donde lo blanco de la nieve y lo gris negro del humo se trenzan como una alfombra de nudos para dar lugar al mejor embutido del mundo (quien no ha probado aún la cecina de Villamanín no sabe jurar el vino en vano, escribió Antonio Pereira).

Y en ese pueblo con cielo de increíble belleza que algo tiene del paraíso perdido de Heidi –un enclave cuyo invierno que le habría encantado a Tolkien pues tanto se parece a los de las montañas nubladas de El Señor de los Anillos– ha tocado el gordo de la lotería por desgracia.

Los hechos son estos: el día 22 de diciembre el premio Gordo de la Lotería toca en el montañoso pueblo leonés de Villamanín en el cual, hasta ese día, el frío ahuyentaba a los exhibicionistas: 400 participaciones que estaban consignadas por tanto se iban a llevan ochenta mil euros cada una (antes de impuestos). La euforia se desata al instante, como es lógico, y la ruralidad cumple su sueño de salir por televisión aunque sea en bata guateada de ir a por el pan (hasta ahí todo normal).

Al día siguiente por la mañana la Comisión de Fiestas de Villamanín, conformada por muchachos y muchachas adolescentes como manda y reza la tradición rural leonesa, van en cuadrilla al banco para que les cuenten como se hace para convertir las papeletas en dinero, que se ha calculado que serían 80.000 euros por participación. Y es entonces cuando se hace público y notorio para todos que se ha impreso un talonario de más, esto es, que se han vendido doscientos cincuenta euros de más en papeletas, y que por tanto el cómputo de los décimos premiados que hay, y de las participaciones que se han vendido, no cuadra. 

Al enterarse se produce un coito interruptus emocional para la muchachada, rompen a llorar, uno vomita, y pasan a organizar una reunión explicativa popular del asunto que resulta ser una mezcla entre velatorio, aquelarre y auto de fe. Se piensa como solución en que los miembros de la comisión de fiestas (los cuales no son estafadores sino gente que se equivocó dada la solución que proponen) renuncie a lo que a ellos les ha tocado, y que cada poseedor de papeleta renuncie a su vez a un diez por ciento de lo que le correspondería. Pero los seres racionales en la sala no son el cien por cien: cuatro personas allí ya gritan lo imposible: que ellos van a cobrar todo. También aparece un abogado allí que posee una papeleta y que sostiene que él va a cobrar todo de una manera o de otra, y que si alguien se quiere sumar a él harán frente judicial. El acuerdo parece imposible, pues. Y el pueblo entonces se rompe en dos como una pieza de trapero. Hay voces, gritos, juramentos y maldiciones. Y todo acaba en una calma tensa, y con la única solución real del acuerdo de perder todos el diez por ciento de lo ganado, y la comisión de fiestas perder el cien por cien.

Que no te engañen, Villamanín: 

Hay más papeletas premiadas que premio, y los números ni paren ni preñan, y no hay modo de que todos los premiados cobren todo, y enunciar el asunto de la lotería solo les conviene a los abogados.

El acuerdo adoptado por la comisión de fiestas juvenil supone que todos los premiados renuncien a un pellizco, sí, una putada, pero de no aceptarlo también habrá que renunciar a un pellizco el cual irá destinado irremisiblemente a abogados, procuradores y costas judiciales, y habrá que renunciar a otro pellizco cuando los jueces decidan, pues, como decíamos, hay más papeletas que premio (eso es un hecho) y lo que ha tocado no va aumentar pues los jueces no sacan de donde no hay.

En caso de denuncia se abren varios escenarios: o por medidas cautelares se paraliza todo y no cobra nadie hasta que se aclaren los hechos y alguien vaya a la cárcel por estafa y ese alguien pague con su patrimonio (a no ser que se declare insolvente), o puede que el juez dicte que es una pérdida y quien denuncie tenga que pagar las costas, o que el juez reduzca y prorratee el premio en base al dinero que hay, o puede que asigne el premio a las papeletas que están asignadas a un décimo y falle que a las otras hay que devolverles el dinero que les costó, pero no tienen premio... ¡Pero el juez no puede sacar de donde no hay, y los abogados procuradores y jueces van a cobrar sí o sí! ¡En cualquier caso nada será mejor que el acuerdo al que llegó la comisión de fiestas, pues de ahorra el dinero de los abogados y se mantiene la paz vecinal y la concordia en la premisa de que todos cometemos errores y nos retrata el modo generoso o egoísta de tratar de solucionar esos errores! ¡El acuerdo de la comisión de fiestas no es para que todos los premiados pierdan un diez por ciento; es para que de verdad todos ganen un noventa!

Ya se sabe que desde la Guerra Civil somos una tierra de bandos, que el cainitismo nos define, y el prefiero quedarme ciego para que tú no veas es nuestro leit motiv, pero ya es hora de que aprendamos y avancemos.

Que no te engañen, Villamanín: hay más papeletas premiadas que premio, y los números ni paren ni preñan, y no hay modo de que todos los premiados cobren todo, y denunciar el asunto de la lotería solo les conviene a los abogados. 

Está en tu mano diestra, Villamanín, convertirte en un pueblo que tiene una desgracia (manda cojones que sea una desgracia el que nos toque la lotería, pero visto lo visto así es) pero sabe levantarse y reconstruirse con la certeza de que, bien vivido, lo malo nos hace mejores, o está en tu mano siniestra ser un pueblo rico, roto e invivible a causa de una herida que se volverá incurable de tanto dejarla sangrar.

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