Contra el miedo

Hay un miedo aterido en las garras del amanecer. El sol no es ya suficiente para albergar esperanza. Al contrario. Hemos cambiado su calor por un bombardeo de alarmas. No sabemos entonces cuándo empieza un nuevo día ni cómo terminará porque serán los estímulos de los algoritmos quienes nos lo cuenten. Pero si miras al fondo de tus ojos hay una soga de la que tirar, una cuerda desde la que convencerte de que hay otra vida posible y mejor del otro lado. Pero hay que saltar. 

Hay que atreverse a vivir con caballos galopando en el pecho y dar amor en cada gesto. Hay que atreverse a destruir las corazas que nos enseñamos a ponernos a pesar de que el dolor pueda hacer trizas los cimientos de las casas que apenas logramos construir. Hay que vivir atravesando el miedo porque, de lo contrario, el miedo se instalará en la casa y estaremos dispuestos a todo solo para mantener nuestra sensación de seguridad. Es una trampa.

Hazle burla al televisor y apaga la red social que te recuerda que tu vida no es suficiente. Siembra en la tierra que tengas más cerca cualquier cosa: riégala, falla, aprende a plantar de nuevo, espera, ten paciencia. Solo así sabrás lo que cuesta lo que más se valora. Y luego aliméntate con lo que nació de tu esfuerzo y tus manos.

No hay pan que temer, hay esperanza. Está en la corteza de los árboles antiguos que aguantan las tormentas y las nieves y que se empeñan en mostrarnos sus flores.

Ni bien llegué de un abismo hace apenas unos días vi que el peral del fondo estaba lleno de flores. Ese árbol era el frutal que mis abuelos tenían como un tesoro en su pequeño huerto que hoy es parte de mi casa. Hace dos años le dije a ese peral que iba a atravesar el miedo. Lo hice. Hace un año lloré bajo su primavera manifiesta, me habían jodido. Ayer lo volví a hacer: lloré como una niña ante sus ramas enredadas y supe que no iba a pasar nada. Que tal vez volvería a tomar decisiones estúpidas pero sabía que, en el fondo, nunca lo serían realmente si era consciente siempre de que las flores volverán después de las nieves y el frío. Caminando desde la conciencia de los ciclos de la tierra, se sabe: que no hay peor decisión que la que no se toma, y que no hay peor experiencia que la que no se vive.

Ahora la primavera avanza y nos tomaremos el invierno en modo nostalgia: pronto vendrá el calor y tendremos prisa por arrancar la simiente que apenas sí plantamos.

No beberemos más agua que la que los ríos contengan y esperaremos que ese flujo sea suficiente para vivir amarrados a la esperanza.

Pero hay que apagar los ritmos externos que nos infunden temor: si vives en el futuro pierdes el presente. Si no amas, morirás. Y el amor tiene formas diversas. Amar la tierra, el sol, las estrellas, la luna, amar a la persona que realmente te respeta, a los amigos que te abrazan cuando te faltan las fuerzas. Ahí, en esa comunidad silente, está la verdadera fortaleza. Nadie se salva solo. Nadie. 

Entonces y por eso, avancemos: no tengamos miedo, tengamos coraje. Miremos de frente al sol y caminemos hacia nuestra propia luz común. Está ahí, dentro, agazapada: no dejemos que la tapen los dedos de los insólitos caballeros de la nada que han tomado las barbas de la noche. El día no les pertenece porque nosotros sí sabemos a qué hora exacta mañana volverá a salir el sol. Y por dónde. Vivamos apegados a la tierra y el miedo se aburrirá de cortejarnos.