Una me enseñó a no dejar nada para la cena, la otra, a entretenerme con unos garbanzos. No puedo recordar cuál era el juego exacto, sólo la imagen de uno de esos platos de duralex que no se rompían jamás y, sobre ellos, los garbanzos secos. Encima, como una trilera ante mis ojos de niña, sus manos rugosas, de puro hueso, que salían de un traje siempre negro y un mandil gris. En el pelo, un pañuelo oscuro y, asomando de él, unos rulos grises de los que sólo se preocupaba cuando la peluquera del pueblo le hacía la permanente para que ella evitase ese trastorno que le suponía peinarse cada día.
La otra, sin embargo, tenía una melena extensa y lisa, toda blanca, que peinaba con método. Y necesitaba ayuda. Se hacía un moño con mil horquillas que precisaban más manos para ubicarse donde debían. Y cuando se ordenaba el pelo toda la casa olía a esa laca en spray que se acumulaba en botes altos que aglutinaba en un baño tan pequeño que teníamos que avanzar de perfil. Entrar en la cocina, donde casi siempre estaba, era aspirar un perfume que se mezclaba con las recetas amorosas y las flores que venían de la pequeña terraza. Desde ahí se comunicaba con mi abuelo, con un agujero que estaría hoy prohibido por los Servicios Sociales y que daba directamente al garaje, donde él partía leña y ella, además de hacer doscientos millones de cosas, me enseñaba a regar geranios con extrema paciencia y a fregar las baldosas hasta que quedasen brillantes para la próxima lluvia.
Una abuela era ruda y sabia, enjuta y resistente, como un junco expuesto a la riada. Tenía la espalda curva, de tanto mirar a la tierra. Tuvo varios hijos, algunos murieron de hambre o de frío, y nunca le gustó cocinar, aunque debió hacerlo. Se casó con un hombre de ojos azules que venía de un pueblo lejano, al que conquistó escribiéndole cartas. Juntos formaron una familia de trabajadores que sólo podían pastorear o degustar repollo con patatas. Luego, algunos emigrarían a la otra punta del mundo, otros serían obreros, otros profesores, otros directivos de grandes centros hoteleros y no volverían jamás a pisar esos orígenes de polvo y piedra. Mi abuela maragata tenía un nombre con música que casi nunca usábamos: no le decíamos Micaela, le decíamos abuela, y ella nos miraba con unos ojos de fiera inteligencia. La veo en cada anciana que recorre aún el valle, pero no es ella, a ella la extraño cada vez que miro la puerta de su casa. Una puerta horrible de chapa que siempre recuerdo semiabierta el día que me agarró con fuerza los brazos y me exigió que la dejase ir porque había sentido que mi abuelo estaba tendido sobre el asfalto después del infarto que lo extinguió para siempre.
La otra abuela era la risa potente de quienes no tienen miedo a nada salvo a que se rompa el amor que amalgama a una familia entera. Llenaba la habitación cada vez que entraba, casi agachándose para que su moño alto no se raspase con las puertas ínfimas de aquel piso viejo en el que fue capaz de criar a sus tres hijas. Teresa era alta como una torre y tenía unas gafas que pesaban más que su corazón, y ya es decir, porque su miopía era demoledora. Aún así, nunca se había rebanado ni un dedo en todas las décadas que acarreó carne, la cortó, la envasó y la vendió en el puesto del mercado de León que mi abuelo, que había llegado a la ciudad con la pobreza de un pantalón raído sólo sujetado por un cordel desde Montejos, había logrado bajo la premisa de que la necesidad agudiza el ingenio. Un cigarro hace un trato, decía, y así logró sostenernos. La nostalgia es peligrosa y no sirve de nada si no la tomamos como lo que es. No se trata de regresar al pasado, sino de recomponernos desde aquella sabiduría hasta nuestro propio universo de posibilidades. Las hay, pero toca reinventarlas.