Enterradores, un oficio al servicio del dolor y la muerte
Miran la muerte de frente, todos o casi todos los días. Y con total naturalidad. Son los enterradores de Castilla y León, hombres curtidos en contemplar el dolor ajeno, con un alto grado de sensibilidad y respeto por un oficio que en muchas ocasiones han heredado de sus abuelos. José Luis González, Romualdo del Campo, Alberto Andrés, o Antonio Plaza Sánchez intentan pasar desapercibidos en un trance por el que nadie quiere pasar.
Romualdo del Campo es natural de Navatejera (León) y tiene 60 años. Llegó al oficio de enterrador por casualidad. El hombre que se encargaba de esas labores en el cementerio de la localidad de Trobajo del Camino le pidió que ocupara su puesto unos días porque se encontraba enfermo y así lo hizo. Desde entonces han transcurrido 25 años. Lo que empezó como una sustitución se convirtió en su medio de vida. Hasta entonces había trabajado como albañil y desde ese momento ha recorrido buena parte de los campos santos de la provincia dando sepultura a cientos de personas.
“El trabajo lo coges rápido. Lo malo es hacerte a ello. Tienes que hacerte a ello; si no, no puedes estar. ”, reconoce respecto a una profesión poco frecuente y en la que hay que aprender a contener las emociones, sobre todo al principio. “Vengo de enterrar a una persona de 102 años, pero lo mismo que haces eso, te toca enterrar a un bebé de meses. Gracias a Dios que no hay muchos casos de esos”, afirma.
Lo más sacrificado de su trabajo, dice Romualdo, es que la muerte no entiende de vacaciones o festivos. “Soy autónomo y si me mandan para una zona y coges vacaciones y luego mandan a otro, lo pierdes”, resume. Lo más duro, en cuando a la tarea concreta, son las exhumaciones, auque asegura que se acostumbró rápidamente e incluso podría decir que las prefiere porque en esos casos no suele haber espectadores; como mucho un forense. “Te piden un hueso o se meten ellos mismos a cogerlo, para cosas de ADN”, relata. En lo que atañe a la extracción de los cadáveres, explica que el estado de los restos depende tanto del terreno y del agua que pueda haber como de otros condicionantes. Así, un cuerpo puede haberse quedado reducido a prácticamente nada o estar “seco del todo” y otro, después de varios años, aparecer “entero”.
Nunca ha hallado en una fosa, como a algunos compañeros les ha ocurrido, joyas u objetos pertenecientes al difunto. “Hay que ser honrado y si encuentras algo dárselo a los familiares, pero a mí no me ha ocurrido hasta ahora”, detalla. Siempre se ha dicho que el negocio funerario no tiene espacio para la crisis pero Romualdo destaca que la demanda de enterradores es cada vez más reducida por el incremento incesante de las incineraciones.
Su trabajo, comenta, “es muy simple y es raro que ocurra algo” aunque guarda más de una sorpresa en su memoria. La mayor, la que tuvo lugar hace ya unos cuantos años, cuando el uso del teléfono móvil no estaba totalmente extendido. El sacerdote rezaba un responso ante la familia de un difunto junto a la pared de nichos en la que iba a ser depositado el ataúd. De repente, comenzó a sonar un aparato y todos se cruzaron miradas interrogantes hasta que él se aproximó a la caja y comprobó que el aparato que sonaba era el del muerto, cuyos bolsillos nadie se había ocupado de revisar.
Más reciente es otra anécdota que relata como llamativa en su ya larga trayectoria. Se encargaba del enterramiento de un ciudadano búlgaro. “El ritual es diferente y antes de cerrar la sepultura, los familiares derramaron una botella de vino sobre la caja”, recuerda.
Su compañero de oficio, José Luis González no presume de tener el trabajo “más bonito del mundo”, pero si de hacerlo con profesionalidad y sensibilidad, dos cualidades que en su opinión son necesarias para ser un buen enterrador. Sabe de lo que habla. Pertenece a la tercera generación de sepultureros, pues comenzó con este trabajo al heredarlo de su abuelo, José 'El capote' y éste a su vez de su padre. Sin embargo, el tratar con la muerte cara a cara desde hace nada menos que 18 años, no le hace ser menos sensible al dolor ajeno, afirma, de ahí que su principal preocupación sea la de dar un buen servicio a las familias que pasan por el trance de despedir a un ser querido.
En la actualidad, realiza enterramientos en los municipios salmantinos de Villamayor, Santa Marta de Tormes y Aldeanuela de Figueroa, de donde es natural y donde ya ejercieron también sus antepasados como sepultureros, aunque en otras épocas y debido a que no había otros que quisieran hacerlo, le llamaban también para trabajos en otras provincias de Castilla y León.
Una profesión “que nadie quería hacer”
Reconoce que antes era una profesión “que nadie quería hacer”, pero tras la crisis y el paro en la construcción, González asegura que ya hay quienes quieren sumarse a la nómina de sepultureros, aunque advierte de que “no vale cualquiera”. Hay que saber escuchar a la gente y trasmitir tranquilidad, porque es lo que necesitan en ese momento las familias. Sin embargo, recuerda que cuando realizó los primeros entierros, se ponía “muy nervioso” y sobre todo, “sufría mucho”, porque hacía suyo el dolor de las personas que acudían al cementerio, sobre todo cuando se trataba del fallecimiento de alguien joven, una situación que con el tiempo ha sabido normalizar.
La época de la “azada y la pala” del enterrador que aprendió de su bisabuelo, explica que ha dado paso a técnicas más modernas y el oficio ha cambiado mucho. Ahora hay nichos y se usa cemento, pero también se producen muchas incineraciones.
Da fe de ello Alberto Andrés, de 59 años y casi 45 años de profesión. Heredó de su abuelo el trabajo en el cementerio de la capital palentina siendo adolescente y poco a poco fue ampliando su ámbito laboral para ejercer en la práctica totalidad de los pueblos de Palencia. “Voy allí donde me llaman, he viajado hasta 140 kilómetros para enterrar. No queda más remedio, alguien lo tiene que hacer”, asegura Alberto a quien encontramos en el cementerio de Vertavillo en plena faena de construir un panteón.
Anécdotas no faltan. “Más de una vez he salido del agujero y la gente ya se había ido del cementerio ¡Antes de que terminara el entierro!”, relata todavía sorprendido. “Hace poco -recuerda también con cierto estupor- me dijeron que no enterrara al muerto, que no merecía la pena porque había sido muy malo”.
Pero más habituales, reconoce, son las muestras de dolor y afecto hacia el fallecido, manifestaciones que cariño que ha sufrido en sus propias carnes: “Estando todavía dentro del agujero, los familiares tiraban flores a su muerto. Esas flores llevan pinchos por lo que unas cuantas acabaron clavadas en mi espalda. Es normal que con el dolor no se dieran cuenta...”.
También ha vivido momentos de tensión. Rememora que hace años tanto las fosas como los ataúdes eran de menor tamaño porque la gente era más baja. Las cajas mortuorias se adaptaron con el tiempo a las dimensiones de los fallecidos pero no los huecos por lo que en más de una ocasión cuando estaba en plena faena de introducir el ataúd se encontró con que no cabía, provocando gran enfado entre los familiares. “Una vez no se pudo arreglar sobre la marcha y hubo que esperar una hora para poder terminar el entierro”, apunta. “Ahora, tomo las medidas antes para evitar sorpresas y agrandar el agujero si es necesario”.
Algunos, dice, reposan en la caja con todo tipo de objetos: “Años atrás, por ejemplo, cuando enterraba a personas de raza gitana, les echaban todo tipo de cosas, la ropa, la guitarra... Si, por ejemplo, era pescador allí iban todos los aparejos de pesca”.
Alberto Andrés admite que los momentos más duros en su oficio han sido con la muerte de sus propios familiares. “He enterrado a dos hermanos, a mi madre y a mis abuelos; quise hacerlo yo. Cuando estaba abajo en el agujero era como si fuera cualquier persona ajena, pero al salir fue cuando de verdad lo pasé mal”.
Dar sepultura a alguien conocido es una situación difícil, algo frecuente cuando el enterrador trabaja en el medio rural y ha tenido relación con casi todos los que llegan al camposanto. Como le ha ocurrido al segoviano Antonio Plaza Sánchez, más conocido en La Granja y Valsaín como 'Plazita', quien ha dedicado los últimos diez años de su vida a dar sepultura a sus vecinos. Un “servicio público” que echa de menos desde que se jubiló el pasado mes de mayo y por el que a menudo sus paseos le vuelven a llevar hasta el cementerio que se convirtió en su segundo hogar.
“Hay que tener miedo a los vivos, no a los muertos”
Él ocupó el puesto de enterrador después de pasar por los servicios de limpieza del Ayuntamiento y porque ninguno de los empleados fijos quería el trabajo. “Muy poca gente se atrevería”, confiesa Plaza, que añade que “hay que tener miedo a los vivos, no a los muertos, esta gente no hace nada”.
Sus inicios fueron duros, como reconoce, ya que estaba él solo para todas las labores. “Teníamos los dos cementerios para uno solo, aunque ahora hay dos personas porque se dieron cuenta que era mucho trabajo. Además, estaba de guardia las 24 horas del día, porque te podían llamar un sábado, un domingo o cualquier día y tenías que estar a disposición de los familiares”, señala. Todo lo que sabe y ha transmitido a sus sucesores lo aprendió él solo: “El primer año tuve muchas dificultades, porque no había puesto nunca una lápida y tenía mucho miedo a que se me rompiera, porque puede valer 600 u 800 euros”.
Plaza asegura que no le importaba dedicar todo el día, porque le gustaba y lo hacía “con cariño”. “Hay que tener corazón para hacer este trabajo y ser una persona consciente de lo duro que es, porque muchas veces tienes que ayudar a la familia”, comenta. Una filosofía que también ha enseñado a las dos personas que le sustituyeron en el cargo, “buenos aprendices” a los que ha mostrado cómo sacar los huesos de una tumba, cómo sellar las lápidas y, lo más importante, “cómo saber comportarse con los familiares, porque es la parte más dura”.
Entre los momentos más difíciles que vivió menciona los entierros de buenos amigos y familiares, y cuando sacaba los restos para los traslados a otros nichos o panteones. “En las cajas de zinc, los cuerpos aunque tengan 15 años no están descompuestos, están enteros. Entonces se sacaban, se metían en un sudario y luego se colocaban en la capilla junto a la iglesia hasta que se les daba el responso y se les metía dentro del sepulcro familiar”, explica, tras lo que añade que es “incomparable” el trabajo cuidadoso que realizan con respecto a un cementerio de una ciudad más grande. “Nos dedicamos a cuidarlos, aunque estén muertos, para que no entre arena ni nada en los traslados, solo los huesos”, recalca.
“Una vez que estaba yo solo, pues saqué a uno y salió la caja y la cabeza rodando, una cabeza pequeñita. Yo me eche a reír claro y pensé que parecía un balón”, recuerda Plaza entre las anécdotas vividas en el cementerio de La Granja, donde tuvo que luchar para evitar que los conejos y los zorros estropearan las sepulturas. “Iba detrás de los conejos porque hacían agujeros debajo de las lápidas y entonces tenía que taparlos para que no volvieran a hacer conejeras”, relata.
Ahora, tras varios meses jubilado, todavía hay mucha gente del pueblo que le sigue llamando y admite que echa de menos su trabajo, “porque estaba entretenido”. “Yo cuando abría la puerta del cementerio, lo primero que hacía era decir buenos días chavales, aunque sabía que no me iban a contestar. Y luego en la iglesia, que cuando la abría saludaba también al Cristo”, cuenta este segoviano, que dedicaba la mayor parte del día al mantenimiento del camposanto: “Venía a las 7.30 horas y me iba cuando podía. Almorzaba aquí y en invierno hacía un poco de lumbre para dar una vuelta en las ascuas al chorizo o la panceta que me traía”. Una dedicación que los vecinos han sabido reconocer, ya que se considera querido por el trabajo “tan duro” que ha realizado.