No es lo mismo morirse en una aldea que en una gran ciudad. No es lo mismo. En una aldea nos enteramos todos y la pena nos pesa en el corazón al mismo tiempo. En cada paso que damos, en cada tarea diaria, porque hay una banda sonora que nos recuerda la pérdida. A todos a la vez. Las campanas de la ermita tocan a muerto. Es una forma específica de sonar. Es un tañido leve, triste, acompasado en un ritmo lento, que si además cae sobre las primeras heladas del invierno resulta devastador. Más si quien se muere es alguien a quien apreciábamos todos.
Cada cual tendrá su imagen, su anécdota chiquita que llevará estos días en la espalda. Para mí Claudio fue el primer pastor que tengo conciencia de haber visto. Todavía pasaba con el rebaño por delante de la puerta de la casa de mi abuelo. Con su cacha. Con su sonrisa torcida, que ya es un montón para lo poco que sonreímos en estas tierras de frío y viento. Y nos dejaba ir con él. Y nos enseñaba, incluso, cómo meterlas y sacarlas del redil. Y nos convertíamos, un rato, en perros guardianes y felices. Y la vida era bastante hermosa porque no temíamos al futuro, ni nos imaginábamos que nuestro pueblo fuera a estar casi vacío pocos años después ni que las ciudades donde supuestamente teníamos que irnos a vivir para triunfar terminasen por ser lugares tan inhóspitos para quienes llegamos del interior.
Cuando se va alguien en estas tierras olvidadas, pesa más. Porque cada vez somos menos. Los pueblos miran al pasado porque no pueden proyectar futuro. Que el día de los muertos sea el que más movimiento tiene, quiere decir muchas cosas. Pero también quiere decir que si hay un espacio cada vez más vacío, entonces también hay un espacio cada vez mayor que llenar. La cuestión es cómo, por qué y si nos interesa.
Y sí, nos interesa. Reequilibrar esta tierra es urgente y necesario. Cuando me hice mi casa en este pueblo, muchos me miraban incrédulos. A esta chica, otra vez, se le ha ido la cabeza con sus locuras. Sin embargo, para mí construir mi casa en un pueblo casi despoblado fue una decisión política. Porque reequilibra la tierra. Porque abre una posibilidad de futuro. Porque retoma una esperanza que muchos habían perdido.
Porque puedo comer sano, porque apenas genero deshechos, porque toco la tierra, la trabajo y soy consciente de lo que ocurre cuando el clima no acompaña, porque todo funciona con energía limpia a través de la luz y el aire, porque puedo ver cómo cambian los días, el tiempo y la luna mirando a través de las ventanas, porque el propio sol es la mejor calefacción sólo por cómo está orientada la vivienda, porque el silencio es patrimonio de la noche, porque el ocio puede consistir en ser y no consumir únicamente, en respirar aire puro y helado que viene directo a los pulmones desde la montaña.
El único problema de esta decisión es que ha tenido que ser individual. Y la clave está en que lo excepcional se convierta en común. En que cada vez más personas puedan imaginar una vida mejor tangible, alcanzable. Y que para que eso suceda no se puede solo actuar en estos pueblos en los que despedimos gente querida con demasiada frecuencia, sino que hay que actuar también en los centros de poder. Porque descomprimir es una ventaja. Y España no tiene solo pueblos preciosos sino capitales intermedias que permean y facilitan que esta excepcionalidad en la que he convertido mi vida pueda ser una realidad para muchas otras personas. Porque otro mundo no sólo es posible, sino que es necesario.