León XIV y la seducción del ritual
Del 7 al 8 de mayo, millones de personas han estado pendientes del color del humo de una chimenea provisional, pequeña, cilíndrica, que sobresalía de un sencillo tejado a dos aguas, y que corona un edificio rectangular de mampostería cuyo interior alberga el mayor talento pictórico del Renacimiento. La fumata bianca se dispersó la tarde del día 8 entre gaviotas y anunció el último acto de un ceremonial cuya función es elegir a un jefe de estado, al obispo de Roma y al líder de los católicos.
Marcel Mauss definió los ritos como “actos tradicionales eficaces que versan sobre cosas llamadas sagradas”, categoría pertinente para aplicar al ciclo ritual que, tras el fallecimiento o la dimisión del obispo de Roma, tiene como eje central el cónclave, a la vez lugar, asamblea, y procedimiento que un escogido grupo de miembros de la jerarquía de la Iglesia católica, el Colegio Cardenalicio, utiliza para proveer de un nuevo inquilino a la sede vacante. ¿Por qué millones de personas, muchas de ella ni siquiera identificadas como católicas, están pendientes de las idas y venidas, los votos y las inclinaciones de un grupo de varones de edad avanzada, que vestidos de rojo con prendas que se nos antojan anacrónicas y pronunciando frases en una lengua antigua, concitan una atención tan fascinada?
Max Weber constató en 1917 que el mundo había sido desencantado por una suerte de racionalidad tecnológica, sin cabida para lo sagrado. Decenios después, André Malraux proclamó, tras la devastación de la Segunda Guerra Mundial, que el siglo XXI sería espiritual o no sería. Lo cierto es que, sin dejar de habitar parajes desencantados, hay múltiples formas, seculares o explícitamente religiosas, de reencantar la vida social: torneos deportivos; conciertos multitudinarios; fuegos de artificio; las mil y una formas de la ficción escrita y audiovisual; los cantos de sirena de la política; los trampantojos de la publicidad; las postales del turismo; el pozo de los deseos de las pantallas; y la elección de un papa.
El conjunto de actos pautados –gestos, imágenes, palabras– que se suceden durante la sede vacante son una forma de reencantamiento de un impacto, una riqueza y una expectativa sólo parangonables con la pompa y circunstancia de la monarquía británica. Antes de entrar al cónclave, asistimos a los rezos, al interminable juramento de los cardenales, a la procesión de esos varones con su hábito coral –mucetas, solideos, roquetes, cruces, anillos–, cuerpos cercanos aunque distanciados y disciplinados, de rostro grave, concentrado y circunspecto; a las palabras rituales, extra omnes, que preceden a la salida de la capilla Sixtina por parte de los no electores, y cuyo plano culmina con una puerta que se cierra desde dentro, custodiada por los guardias pontificios, con sus alabardas, morriones y su abigarrada indumentaria. Lo que sucede dentro nos está vedado.
No sólo los electores juran guardar secreto. Poco antes, los seglares del Vaticano han prestado juramento bajo pena de excomunión. Las normas por las cuales se rige el Colegio Cardenalicio para la elección de papa, contenidas en la Constitución apostólica Universi Dominici Gregis, son públicas y están disponibles en la web vaticana, como sucede con las leyes estatales, pues la publicidad es, al menos desde la Ley de las XII Tablas, condición de vigencia y de legitimidad de la norma jurídica. He ahí una concesión a la transparencia, propia de cualquier estado contemporáneo y que, sin embargo, acoge una ceremonia secreta. No han sido secretas las reuniones previas o Congregaciones Generales, en las cuales los electores se conocen y exponen sus puntos de vista, y donde no hay una postulación expresa de candidatos. Encuentros que parecen transcurrir con un orden y una parsimonia que contrastan con las campañas electorales en los estados democráticos, cada vez más proclives a todo tipo de extravagantes performances, inflamaciones retóricas y violencias simbólicas, donde los actores esgrimen como argumento principal la exaltación de la agresividad y la construcción de otredades -el extranjero, el migrante, el contrincante-, activan políticas del odio y utilizan la confrontación permanente para segmentar a la población, crear fronteras y galvanizar a los partidarios. Nada de eso parece suceder en los encuentros de los cardenales, y la retórica de las pocas palabras públicas que algunos periodistas consiguen arrancarles hablan de unidad, de concordia, de buscar lo mejor para el colectivo, los católicos y el mundo en general.
El secreto en la era de la 'transparencia'
El secreto tiene mala fama en un tiempo rendido a la retórica de la transparencia. Es cierto que el secreto puede cobijar la caja de pandora del crimen, aunque ni toda transparencia es virtuosa, ni todo secreto es ominoso. Para el filósofo Byun-Chul Han sólo la máquina –con toda su carga de violencia, mecanicismo y funcionalismo– es transparente y “la sociedad de la transparencia es un infierno de lo igual”. Por contra, el secreto hace posible la hondura y va de la mano de su compañero, el silencio. Para Georg Simmel el secreto permite la complicidad y la hermandad. Para el papa Pío XIII, “el Vaticano sobrevive gracias a la hipérbole, y nosotros generaremos esa hipérbole, pero esta vez al contrario” porque, ratificó ante los cardenales, “de hoy en adelante todo lo que estaba abierto de par en par estará cerrado”. Aunque Pío XIII, el primer papa estadounidense, es un personaje de ficción creado por Paolo Sorrentino en la serie de televisión El joven papa, como lo es el cardenal Benítez en Cónclave, la novela de Robert Harris guionizada para la película homónima, y en la cual Vincent Benítez, el arzobispo de Bagdad, ha sido creado cardenal in pectore, es decir, en el secreto del corazón del papa.
Con todo, el Colegio de Cardenales, esa especie sui generis de aristocrática gerontocracia, no es una sociedad secreta. Aunque las tomas de posición, los sondeos, las postulaciones más o menos encubiertas, se han preparado durante las congregaciones generales, en el comedor y las habitaciones de los cardenales electores, el momento cumbre se oficia en secreto y el acontecimiento alrededor del cual se construye su sentido simbólico más pertinente produce la más auténtica razón de su existencia: el misterio. En este caso, el misterio de la elección, a un tiempo mística y funcional. Un misterio que se realiza ritualmente y que contribuye a la pervivencia y la reproducción del orden social.
El clímax ceremonial
Las cadencias ceremoniales, la espera, las especulaciones, precisan de un clímax. Si bien el elegido adquiere tal condición tras el recuento favorable de los votos y la aceptación del cargo, su legitimidad ante los fieles y el orbe debe ser proclamada, expresada y ratificada mediante la presentación desde el balcón de la logia de la basílica, cuando el cardenal protodiácono pronuncia las palabras dichas en una lengua, el latín, tanto más ritual cuanto más preterida en la comunicación cotidiana. Anuntio vobis gaudium magnum: habemus papam. Ha llegado el momento de descorrer el velo rasgado minutos antes por el humo blanco. La muchedumbre aplaude, grita, llora, pues durante la espera contenida se ha creado el marco social que permite una legítima expresión de las emociones. Los cuerpos liberan la tensión. Al final de la tarde de este 8 de mayo, nada más ser presentado el nuevo papa y conocido el sobrenombre de León XIV, de forma inmediata el gentío corea y vitorea su nombre. No pueden jalear el de Robert Francis Prevost, pues la gran mayoría lo desconoce, aunque sí el de la persona transmutada por la alquimia del cónclave. La promesa se ha renovado. Ha nacido el papa Leone. Asoma desde las entrañas de la basílica un cuerpo vestido de blanco, con muceta carmesí y estola granate bordada en oro, cuya visión y primeras palabras -como las de un niño- impactan tanto en los cuerpos presentes en la gran plaza como en quienes ven la imagen a mucha distancia de ese epicentro.
Si durante la cíclica epifanía de la Navidad celebramos la venida de un Niño anunciado por pastores y nacido en una gruta o un pesebre, que recibe los dones de unos Magos y que ha sido el parteluz que ha puesto a cero el contador de la historia occidental para fundar un tiempo mítico, así el humo blanco de la chimenea de la capilla Sixtina es el signo que anuncia la renovación y la reproducción de un orden simbólico, del que no todos participan, aunque muchos reconocen. Se inaugura un tiempo renovado, es la vida social reencantada, reavivada por el ritual, el secreto, el silencio y el misterio, es decir, por la eficacia del mito, pues al fin y al cabo, y en palabras de Bruno Latour, “nunca fuimos modernos”.
José Manuel Diez Alonso, nacido en León, estudió Derecho, trabaja en la Administración Pública, es licenciado en Antropología Social y Cultural y Máster Universitario en Investigaciones Antropológicas y sus Aplicaciones. Sus intereses como antropólogo incluyen la formación de la memoria colectiva, la etnogénesis y los procesos de apropiación simbólica en la formación de grupos, así como la antropología de la sexualidad y la antropología de la alimentación.