Estallan bombas en mi pecho

A veces la vida es como una bomba que te estalla en medio del pecho. Y el estruendo, tan cerca del corazón, solo deja un vacío sordo que se enreda en las pupilas y trepa, tenaz, hasta las sienes y se te agolpa en el pensamiento. Y ahí se queda a divagar días, noches, castigando la insolencia de quien osa abrirse en canal ante la vulgaridad de lo cotidiano. De quien cree, aún, que solo se puede ser plenamente desde la conciencia de lo salvaje. Algo así como respirar sabiendo que un millón de caballos galopan, recién paridos y desorientados, desde el centro de nuestro deseo hacia el mundo. Y ahí, sólo ahí, cuando se escuchan sus cascos con nitidez sobre el piso, entonces, solo entonces, hay que saltar. Y da igual si hay o no red. Saltas, porque escuchaste el pavoroso incendio de su melena desbocada contra el viento. Y si tienes aún sangre en las venas, ¿cómo vas a dejar que esa belleza atroz se detenga por tu cobardía? Solo puedes dejarte llevar por su venturoso recorrido. ¿Hacia dónde? No, eso nunca lo sabes.

Es una manera de vivir, pero hay otras. Se puede, sin más, sobrevivir. Poner un pie detrás de otro y generar pasos seguros que nos apacigüen. Que nos hagan creer que todo está bien. Que hemos construido un hogar seguro en el que sentirnos arropados. Pero no es cierto. Todas las casas son una trampa salvo las que ofrece la naturaleza. Una casa es una arquitectura artificial bajo la que creemos estar a salvo. Pero solo estás a salvo cuando has dormido bajo las estrellas. Cuando has sentido el frío congelándote las puntas del pelo y hasta el último dedo meñique del pie. Solo tras esa experiencia febril y cercana al final posible puedes decir que estás a salvo. Porque no temes. Porque recuerdas que lo único valioso es que hoy estás aquí, con lo que existe a tu alrededor, lo que tocas, lo que te propone vibrar en un roce sutil, lo que te mece cuando la luna despliega su embrujo.

No es sencillo vivir en presente absoluto. Fuimos educados para tener clavado en la espalda el deber del mañana. Todo lo hacemos para algo, con la promesa de un futuro, con la falacia de la esperanza, que es una trampa tan grande como el hogar seguro que puede ser arrasado en cualquier momento por las antorchas de los árboles incendiados en verano. Todo puede resquebrajarse en el momento que menos esperas y entonces, ¿qué te queda? La noche estrellada, la tierra que espera tus manos, el sol que abrasa la nuca y la lluvia que entumece tus labios. 

Es época de cosechar patatas. Pasé la tarde del sábado entregando mis manos temblorosas a hurgar en los surcos que la máquina dejaba en el suelo. Pasaba y rompía la planta para dejar a la intemperie los frutos de meses de gestación. Y entre los tubérculos aparecían también bichos que veían la luz después de mucho tiempo y observé también, la huella, en lo recogido, de los ratones que pasaron a hacerse cargo de lo que aún no tenía dueño ni olvido. Y esa cosa tan amorfa y sucia como es una patata recién sacada de la tierra es lo más auténtico que tenía ese sábado entre mis dedos. Porque ni el hogar, ni el dinero, ni las lágrimas, ni el sol valían absolutamente nada cuando la bomba estalló en mi pecho y me posicionó ante el vacío: aquí estás, valiente, querías huir, pero no hay modo. El único camino es avanzar sin saber hacia dónde. Si crees en el galope de los caballos lo harás. Y yo creo, porque creo en lo que la naturaleza me susurra cada amanecer: abre los ojos solo si estás dispuesta a vivir atravesando el miedo.