Han aparecido como un milagro. Cuando compré este terreno me dijeron que sería duro cultivarlo, que iba a ser difícil que saliera algo, que si no les creía ya lo vería yo misma. Pero a veces la gente se equivoca. A veces, no siempre, es mejor no escuchar a las voces agoreras. A veces, no siempre, la tozudez gana. Y ahí están. Los descubro rompiendo la tierra polvorienta con determinación y sin titubeo que valga. Me han dicho que ya están aquí, que ya han llegado y que seguirán haciéndolo año tras año, por las mismas fechas me darán la sorpresa habitual y entonces sabré que ya es primavera. No porque lo diga El Corte Inglés: lo dirán los espárragos porque empiezan a asomar la cabeza.
No es un cultivo sencillo, es verdad. Los plantamos hace más de un año y hay que tenerle mucha paciencia. Primero nacen las matas, que hay que cortar. Luego hay que esperar meses hasta que el sol empiece a hacer su trabajo de vuelta. Y ahora llegan y lo harán sin que tenga que cambiar apenas nada los próximos diez años, más allá del cuidado de la tierra que los cerca, las malas hierbas que crecen como demonios entre el pedregal que es todo esto. Porque es cierto, no es una tierra fácil la nuestra: requiere insistencia, mimo, cuidados, pero, sobre todo, paciencia, saber esperar. Por eso es tan difícil atravesar aquí el invierno. Cuando crees que ya no puedes más de frío y bruma y soledad, justo ahí, en ese límite de equilibrista borracho, aparece con fuerza una mañana un sol distinto, un sol que calienta de otro modo, que se inclina hacia otro lugar, que te avisa de que lo has logrado. Ahí sabes que el invierno queda atrás y que los días tendrán un grado de esperanza más amable.
En mi impaciencia congénita he ido varias veces al mercado a buscar plantines de brócoli, coliflor y otras verduras y me han dicho que espere, que aún no es tiempo, que no me apure. Y yo suspiro y les escucho, porque en esto sé que tienen razón y me toca conformarme con lo que ya se puede avanzar. Con este nuevo sol hemos plantado cebollas, ajos, guisantes, zanahorias, berzas y lechugas. Para eso hemos tenido que batir toda la tierra una y otra vez para hacerla servible de nuevo cuando aún apretaba el frío. Estos días hemos hecho surcos con la azada, cada uno distinto según qué fuéramos a poner en ellos. Y en los próximos meses sabemos que tendremos cosecha: es una fe nueva que no sale de adorar ninguna santa imagen tan de moda estos días, sino de confiar en la propia naturaleza. Será el segundo año. El primero ya comimos, ya conservamos, ya descubrí que no estábamos tan lejos del milagro de los alimentos no envasados como pensábamos después de casi veinte años fuera de aquí.
Todos los frutos que da esta tierra difícil son deliciosos pero los espárragos son la metáfora más clara de lo que supone vivir en contacto con la tierra y las enseñanzas que otorga y que a veces olvidamos: que el trabajo debe hacerse con esmero, rigor y una suerte de fe, que hay que saber esperar para obtener los frutos, incluso un año entero o incluso más. Por eso cuando la cabeza emerge de la tierra apreciamos la escena como un milagro. Y confiamos. Y volvemos a empezar un nuevo ciclo con la esperanza renovada. Por eso también sabemos que podremos superar el próximo invierno.