La vida de las personas tiene tres componentes temporales básicos: los recuerdos del pasado, el instante presente y las ideas de futuro. A medida que los años avanzan se incrementan los recuerdos, el presente sigue siendo un instante, y los pensamientos de futuro menguan.
Si tenemos la suerte de sobrevivir lo suficiente, como hasta los dos tercios de la edad de la vida media nacional. Los recuerdos del pasado se convierten en un inmenso archivo mental, al que en ocasiones nos resulta difícil acceder a un concreto registro temporal. El presente sigue con su terco instante. Y los pensamientos de futuro se acortan a dos o tres días vista, quizá una semana y muy excepcionalmente a unas fechas de medio plazo.
Cuando las dificultades de acceso a los registros de la memoria son casi constantes, por lo abundante y complejo de nuestras experiencias personales, encontramos la colaboración inesperada de un ayudante maravilloso, la nostalgia.
Un sentimiento muy introspectivo, aunque en ocasiones lo compartamos con otras personas, que nos acompaña siempre a lo largo de nuestra vida. En las primeras fases de vida la usamos casi siempre como elemento de autorreflexión, y que con el avance de los años es más frecuente su uso como evocación interior de autosatisfacción.
El diccionario de la RAE le asigna a la nostalgia dos acepciones, una de pena por las ausencias o lejanías, y la segunda de tristeza melancólica por recuerdos de tiempos mejores. Creo que le falta una tercera acepción de gozo y disfrute de los recuerdos de nuestro de nuestro propio pasado.
La nostalgia de los sabores
La evocación nostálgica la podemos provocar nosotros mismos, o nos viene motivada por elementos externos: unas palabras, una imagen, un olor, un sonido, una visión o un sabor. De esta última es de la que quiero hablar, de la nostalgia de los sabores.
Hace una temporada, en un determinado lugar, que no es necesario detallar, me ofrecieron como merienda una taza de café con leche, un pequeño bollo de pan y un trozo de mantequilla. Fui cortando pequeños trozos de pan y untándolos con la mantequilla, mojando la mezcla en el café y comiéndolos.
Hacia muchos años que no merendaba habitualmente y mucho menos, café con leche, pan y mantequilla. Una práctica, la de la merienda, que fue habitual en mi época infantil y adolescente. Cuando pasé a ser lo que denominamos joven, me convertí de golpe, en muy sabio, bastante chulo y algo gilipollas. Atributos que me aconsejaron dejar de lado esa pauta alimenticia, por ser más propia de niños.
En mi época de adolescente, mis meriendas eran casi siempre a base de café con leche con “rechas” de mantequilla, con pan frito migado y con bocadillos de galletas y mantequilla; por ese orden de preferencias. Nunca fui de bocadillos de chorizo y otros condimentos sólidos por el estilo, como mis hermanos.
Aclaro, que en Laciana llamamos “recha” a una rebanada de pan untada o mojada con cualquier otro elemento comestible. Habitualmente cuando se dice, una “recha”, se sobreentiende la de mantequilla. Tan extendida, que era un convite habitual que se ofrecía a los asistentes en las bodas tradicionales de antaño, el reparto de la recha en la casa del novio o de la novia era uno de los trámites ineludibles del festejo.
Todos esos recuerdos provocados por una simple oferta de merienda. Una vez en casa seguí recreándome en aquellos recuerdos agradables, de sabores y sensaciones. Motivos por los que tomé la decisión de, durante tres días, recuperar la práctica alimenticia de la merienda, aunque ahora no como merienda previa a la cena, si no como merienda-cena, por obvias razones fisiológicas.
Esos tres días me dique a prepárame a media tarde un poco pasada un buen tazón de café con leche, no tan grande como el bol que usaba en tiempos de imberbe pero tampoco la taza tradicional de cafetería. Una barra de pan de la que ir cortando las rebanadas y la mantequilla necesaria para cumplir con la tradición de la “recha”.
Siempre me gustó que la mantequilla fuese más bien abundante, que escasa. Solo sentado antes mi merienda, fui recreando instantes de hace más de medio siglo, mi bol, los círculos grasientos que la mantequilla iba dejando en el café, el cuchillo de punta redonda que utilizaba para “enrechar” (acción de untar la mantequilla en el pan). Incluso alguna regañina de mi madre porque me excedía de la pauta normal de la mantequilla utilizada.
Los recuerdos aparecían fáciles, los detalles más insignificantes, hasta lo que podía ver a través de la ventana de la cocina mientras merendaba. Fueron tres días de regocijo personal, pese a que la mantequilla no sabía como la de la Fábrica de Villager (de Mantequerías Leonesas) o la barra de pan de ahora ofrecía rebanadas más pequeñas, que no hacia falta cortar a la mitad para que me entrasen en la boca.
En los tres días de autocomplacencia he puesto el límite a mis pequeños excesos. Sin que eso signifique que los abandone, pues ya he puesto notas en la agenda, para que cada diez o quince días de este invierno, me de el gusto de una merienda-cena de este estilo, un día con “rechas”, otro con pan frito y porque no otro con bocadillos de galletas con mantequilla. ¡Bendita y maravillosa nostalgia!