A la edad en que Juanjo Ballesta ganó en 2000 el Goya al Mejor Actor Revelación por El Bola, Saturnino García (Bariones de la Vega, León, 1935), el intérprete que apenas cinco años antes había estrenado rondando los 60 esta categoría de galardones por su papel en Justino, un asesino de la tercera edad, todavía no había visto ninguna película. Lo más parecido había sido asistir de chaval a la proyección de un reportaje titulado Las moscas y las arañas, para lo cual habían dado media vuelta a la bombilla hasta dejar momentáneamente a oscuras el saloncito regentado en el pueblo por su padre. Allí, donde en una ocasión llegó una compañía con un par de carros para representar Don Juan Tenorio, seguramente se gestó una afición por el teatro que luego tomó forma hasta subir un día de 1995 a recoger un premio en la gran noche del cine español. “Y es que”, afirma ahora que su localidad natal va a brindarle un homenaje el próximo 8 de junio, “una chispa en un niño es un incendio en un hombre”.
Cuando Saturnino García vino al mundo en Bariones de la Vega, localidad perteneciente al municipio de Cimanes de la Vega, al sur de la provincia de León, España estaba en la antesala de la Guerra Civil. “La política no llegaba a los pueblos”, cuenta para situarse de niño en la posguerra. Su padre no tenía tierras y labraba en parcelas comunales. Él, que se recuerda entonces echando una mano en las norias que conducían el agua para regar las patatas o las alubias o yendo los jueves de mercado a Benavente (Zamora), fue lo justo a la escuela, donde tuvo un “maestro extraordinario”. Sus primeras lecturas fueron Corazón, de Edmundo de Amicis, y Hansel y Gretel. Cuando un año por Navidad su madre regresó del mercado de Benavente con el Taco Calendario del Sagrado Corazón, llegó al hojear sus páginas a leer reflexiones de Unamuno y de Kant. “Y eso a lo mejor sirvió para motivarme”, sugiere por teléfono en las inmediaciones del apartahotel en el que vive en Soto del Real (Madrid).
Los libros escaseaban, pero las funciones de teatro servían de formación y evasión. “En el pueblo la gente se ofrecía a hospedar a los cómicos”, cuenta quien muchos después podría evocar aquella experiencia haciendo un papel en El viaje a ninguna parte, de Fernando Fernán Gómez. El día a día se desarrollaba en el campo. “La agricultura era la otra cultura”, sentencia al contraponer la imagen típica de los “paletos” en la ciudad con los urbanitas “ridículos” pisando entre los terrones. Con 17 años, en 1952, participó del primer gran éxodo rural al asentarse su familia en Baracaldo (Vizcaya). Al día siguiente de llegar fue con su abuelo paterno a pedir trabajo. Ni siquiera les hizo falta llegar a la ría de Bilbao. El vuelva usted mañana fue en este caso literal al empezar al día siguiente como peón metalúrgico en la primera fábrica a la que llamaron a la puerta. Como luego quería “ir por el mundo de corbata”, pasó por otros empleos como vendedor de electrodomésticos y agente de seguros llamando a puertas de las casas que siempre estaban abiertas: “Y eso hoy es imposible”.
Nada más llegar al País Vasco encontró trabajo. Y fue al cine. Apenas había dejado las maletas cuando sus primos lo llevaron a ver una película, su primera vez como espectador. Tiene un recuerdo vago de haber visto en la pantalla un fuego en una montaña, por lo que sugiere que aquel filme pudo haber sido Cerco de fuego. El teatro ya era una pasión latente desde las funciones de los cómicos en el pueblo. Primero fue espectador, pero ya con aspiraciones. “Iba a las funciones con ansias de hacer teatro”, apunta sin dejar de reconocer cierto apuro al aplazar citas con amigos por estar viendo una representación. “Y encontré a través del teatro la facilidad para entrar en el mundo de la cultura”, expone también sin obviar una distinción ahora que hay quien se acerca ya con el interés de “ser famoso”. “La cultura es diferente a la educación. Hay gente que tiene una gran cultura, pero muy poca educación”, afirma.
La afición se tornó en profesión cuando, tras pasar como actor por varias compañías, montó un espectáculo de teatro infantil que recorrió los colegios. “Se me ocurrió en un momento de desesperación y dio resultado”, indica sobre una función en la que interactuaba con los chavales hasta que el comentario de uno de ellos fue una especie de termómetro del éxito. “Esto lo hacen en la tele”, le dijo el crío. La familia Aragón había regresado a España para ser ya para siempre en el imaginario del país Los payasos de la tele. Y Saturnino García explica su posterior desembarco precisamente en series de televisión y en el cine como un proceso natural. “Venía rodando tanto...”, expone para situarse ya en los setenta y los ochenta a mitad de camino entre el País Vasco y Madrid y alternando trabajos en distintos géneros y soportes.
La cultura es diferente a la educación. Hay gente que tiene una gran cultura, pero muy poca educación
“Soy enemigo de los tópicos”, proclama al entrar en el debate sobre las diferencias entre el teatro y el cine. “En general, los mejores actores empezaron en el teatro”, señala y pone un ejemplo: Pepe Isbert. “Pero un primer plano en el cine no hay cosa que lo iguale”, añade tras recordar cómo Antonio Mercero, con el que hizo la adaptación cinematográfica de la novela de Miguel Delibes El tesoro, lo instaba a dejar a un lado cierto histrionismo labrado sobre las tablas. “No todo se aprende en la escuela”, abunda este autodidacta al comparar la gestualidad de actores del método como Marlon Brando (“le noto la escuela aun siendo maravilloso”) con otros como John Wayne. “Ser actor”, concluye, “es lo más fácil y lo más difícil. Como no tiene técnica, actor es todo el mundo”.
Hay un tópico convertido en frase hecha que habla de “los secundarios de lujo del cine español”. ¿Se reconoce en esa categoría? “Eso es otro tópico. Habría que inventar otra palabra. Porque se interpreta como que son de segundo nivel”, responde quien con casi 60 años de edad se vio con un papel protagonista en Justino, un asesino de la tercera edad, el gran boom de su carrera al ganar el Goya al Mejor Actor Revelación en 1995. Tenía 60 años (Juanjo Ballesta apenas 13 cuando lo recibió por El Bola). “Y lo afronté con más realismo que si hubiera llegado antes. Tienes otros matices de pesimismo. No pegas botes. Es otra forma de reflexionar”, sostiene. La repercusión fue incluso mayor que su aparición en series televisivas que reunían frente al aparato a millones de espectadores. García ha pasado por la gran mayoría de las más exitosas, desde Curro Jiménez hasta Cuéntame cómo pasó pasando por Farmacia de guardia con pequeños papeles y con más relevancia en otras como Menudo es mi padre.
Ahora que ya se acerca a los 90, el actor sigue en la brecha, incluso con papeles protagonistas como el que recientemente ha hecho poniéndose en la piel de una mujer en Tierra de nuestras madres. Asentado desde los noventa en Madrid, ha resuelto los momentos de incertidumbre propios del oficio: “Me las he apañado para que no faltara pan en la mesa”. Los rodajes suelen ser muy exigentes. “Y a veces te hacen madrugar a lo tonto. El actor tiene que haber dormido bien para tener la cara despejada y relajada”, cuenta. Del niño que salió de Bariones de la Vega “queda todo”. “Nada ha desaparecido”, añade apelando a sus raíces el actor que se puso en el candelero con el papel de Justino, un puntillero jubilado que se retira del ruedo pero pasa a apuntillar a personas. Hay en la película una secuencia en la que su personaje gira la bombilla de un descansillo de su casa para ocultar que está trasladando un cadáver. De niño, Saturnino García había visto ese mismo gesto. Fue en el saloncito de su padre para asistir a una proyección cuando todo estaba por descubrir.