ð Viene de la primera parte
Sí, claro, Leo y familia seguían viviendo en Legio, cuando el ensanche capitalino hacia las orillas del rio Bernesga, estaba consolidado, y los barrios conformados y en auge, así lo que había sido un pueblón con historia, excrecencia viva de un campamento militar romano, iba pasando a tener trazas de ciudad moderna.
Cástor, que tanto había ayudado, y tratado de frenar a Leo, dejó pronto de estar en sus vidas, de madre e hijo. Y a la tumba se llevó secretos o desilusiones. ¡Vaya usted a saber!
Ah, el tío Leoncio, nunca se olvidaba de Leo… en los cumpleaños. Puede que tan sólo fuera compromiso de padrino.
Con tan breve recordatorio entramos en la que fue la última aventura de Leo. Su hígado, muy enfadado, ya le había mandado demasiados mensajes de desajuste. Y el cerebro, embotado por el alcohol, le hacía vivir momentos entre imágenes y realidades a cuál más discordante, era un claro ultimátum. El delirium le llevó aquella noche, cual empuje onírico, a realizar una idea que siempre le bullía: quitar aquella maldita tapa de la alcantarilla y hacerla rodar.
“Cuesta abajo en la rodada”, él se versionaba en plan tango. Ya sin ilusiones, en su mente se asemejaría a un triunfo rodante. Iba a liberar a su madre, y a los vecinos, del trac, trac, cada vez más sonoro que las ruedas de los coches ocasionaban al pasar sobre la maldita tapadera en la calle en que vivían.
— ¡Te vas a enterar! Así se las juraba al férreo redondel…
Tal frase la repetía cual salmodia, y le martilleaba en el cerebro aquella noche, en tanto sacaba del bolsillo el garfio que había construido. A un experto herrero, en sobriedad, no le había costado esfuerzo alguno realizarlo. Una 'S' no demasiado tosca resultó, pero eficaz, para sacar la tapa de hierro de su mal encaje…
Cosa bien distinta fue el gran esfuerzo que hubo de realizar, la tapadera se negaba a salir. Exhausto, aún menos podía hacerla rodar. Sus escasas fuerzas y menor equilibrio le llevaron… –¡Al pronto!–, a verse hundido y sin saber cómo, en la cloaca, con los codos y antebrazos apoyados en el pavimento y un pie en un endeble murete de la atarjea. Un colector que, por cierto... ¡Olía lo suyo!
¡Vaya papelón!
Él, que siempre había manejado tuberías, se veía ahora atrapado en una grande que parecía querer succionarle. En su onirismo imperante, se acomodaba a un jocoso parecer:
— Estoy como el león alcantarillado, allí, cerca del recordado espacio que ocupó la Mezquita de Ben-i-mea… él empozado y yo... ¡Meándome de miedo!
Y con voz lastimera repetía, cada vez más agotado…
— Por favor… ¡sacadme de aquí!
Era la noche vieja del 2020, y el grupo de jóvenes y no tanto, que, botella en ristre, entre cánticos subían por padre Isla, cuando empezaba a caer una neblina, o mejor tal vez escarcha de lo tejados que arrastraba a ráfagas un bris cortante que de contino surgía, muy de la Navidad legionense.
Al pronto se toparon con un caso insólito, una persona semihundida, que les recordaba al león alcantarillado, ése que delante del palacio, el de la Poridad, pasa sus días dolientes. Allí, eufóricos, algunos bastante ebrios, unidos con las manos enlazadas, habían jugado al corro alrededor de felino amenazante en bronce, hasta que unos agentes de la autoridad municipal les ahuyentaron de lugar.
En su deambular, entre cánticos y no propiamente villancicos, sin frío aparente pero estremecidos, padre Isla arriba se encontraron con algo insólito, tenían a la vista el motivo justo para continuar la broma. Otra alcantarilla y otro personaje. Éste vivo, que gritaba: ¡Soy Leo!
— ¡Sacadme de aquí!…
— ¡Sacadme de aquí, compañeros de alcohol…y humo, añadía chistoso.
El corro improvisado que formaron en torno a él, en mareante girar, iba acompañado de un repetido cantar que salía de sus bocas “fumantes” , fruto del vaho en el gélido ambiente de la noche que agotaba el año.
— ¡Que le quiten el tapón!
...
— ¡Que le quiten el tapón al botellón, al botellón!
Algo más que la perseverante intoxicación etílica perturbaba la mente de Leo, en tan delicada postración. No era fatiga propia de sus más que setenta y muchos años quemados, le atosigaban otros vapores indefinidos…
Un componente del corro, Julio le llamaban, se acercó a él con la intención de darle un pitillo. Y alegre por demás se lo colocó en la boca, en tanto decía:
— Vete fumando, ahora te sacamos, yo solo no puedo…
Se volvió hacia otro componente del corro, levantó la mano y demandó ayuda:
— Ven, César, ayúdame.
¡No la necesitó! Chiscar el mechero, y salir Leo por los aires fue todo uno. No hubo llamarada aparente, una explosión, un gran pluff y se acabó la juerga. Julio y César acabarían en el hospital con leve conmoción. No digamos Leo. Que, cual tapón, el humano corcho de una gran botella de champán, salió de su alojamiento, aterrizando apenas dos metros más allá, jadeante y herido.
Los servicios de emergencia, requeridos prontamente, hicieron su labor.
Cuentan, que en el hospital, Leo, sobre la mesa del quirófano repetía:
— Soy un 'paisanín' de León… y de Renueva, que ha bebido un poco…
Puede que fuera el último trago. Lo cierto y verdad, es que de Leo...
¡Nunca más se supo!