Vaya por delante que el texto que están empezando a leer no es más que una suerte de sarcástico desquite para con nuestros vecinos del norte, una guasa que nadie debería tomarse demasiado en serio. Al fin y al cabo, esto es como lo que respondió Winston Churchill cuando le preguntaron que opinaba sobre los franceses: “No lo sé, no los conozco a todos”.
Dicho esto, hay un hecho incontestable que no podemos obviar: los franceses caen mal y no son bien vistos por sus vecinos europeos. Esto lo pudo comprobar un servidor cuando vivía en una pequeña isla del Mediterráneo y compartía cervezas y conversación con malteses, alemanes, suecos, ingleses, griegos, polacos, italianos u holandeses. Todos coincidamos en retratar esa irritante arrogancia que caracteriza al ciudadano francés, ese chauvinismo y esos aires de absurda superioridad con los que viajan por el mundo. La ratificación definitiva de ese escaso cariño por lo francés se produjo durante la celebración de aquella final del Mundial de Fútbol de 2018 que disputaron Francia y Croacia. En la terraza abarrotada por gente de todas las nacionalidades imaginables donde veíamos el partido no había un solo espectador que animara a Les Blues, una animadversión que llegaría al paroxismo cuando un amigo serbio que había crecido durante la guerra de los Balcanes afirmó con rotunda estupefacción: ‘Nunca imaginé que alguna vez llegaría a desear que Croacia ganara un Mundial’.
Lo cierto es que Francia ha sabido vender desde tiempos remotos sus miserias como grandezas, apuntándose muchos méritos que no lo fueron tanto y vistiendo con una gloria exagerada sus hazañas nacionales. Pasaron a la historia como vencedores de la Segunda Guerra Mundial, por favor, cuando fueron conquistados en pocos meses y tuvieron que ser rescatados por los aliados. Luego nos vendieron el gran mito de la Resistencia, un guerra de guerrillas contra los nazis que fue residual y cuyo mayor número de combatientes fueron republicanos españoles que siguieron luchando contra el fascismo en un país que les trato con un desprecio repugnante y que hasta hace muy poco tiempo no ha reconocido su lucha.
Sigamos con el mayor hito de su historia, la Revolución Francesa, ya saben: Liberté, Égalité, Fraternité. Pues bien, resulta que muchos de los avances sociales que se instauraron ya se habían promulgado pocos años antes en la primera Constitución de los Estados Unidos de América. Qué no es por quitar méritos, pero que tampoco fueron los pioneros. Y así podríamos seguir relatando muchos de los episodios nacionales de la Galia que con tanto empeño se nos han vendido como exitosos o luminosos. En fin, como dijo Antonio Escohotado en una ocasión: “Francia ha viajado a través de la historia en vagón de primera con un billete de segunda”.
Dicho todo esto y para que no queden dudas sobre el afán socarrón de este texto: Francia es un país bellísimo y socialmente avanzado, civilizado y prospero, una indudable potencia cultural y económica. Pero qué quieren que les diga, también un lugar al que es difícil no tener un poquito de tirria.