Esta expresión que explica la palabra tolerancia como ninguna otra debería estar grabada en alguna piedra filosofal como un dogma indeleble, como el mandamiento número once de la fe cristiana o el artículo primero de la más avanzada constitución democrática que haya conocido el ser humano. Porque seguir el consejo escondido en esta especie de proverbio es lo que nos ha permitido vivir en sociedad con cierto éxito, porque respetar todas esas diferentes formas de pensar o de entender la vida que son tantas como monos con pretensiones somos nosotros, es un primer e innegociable paso para forjar cualquier tipo de convivencia.
Todo empieza en el núcleo más diminuto que podemos aislar, la pareja. En esa relación de cohabitación extrema se impone la negociación ante cualquier acto, se pacta el canal de televisión, el menú de la cena y hasta el lado de la cama en el que duerme cada uno. Sin esa capacidad para tolerar el desorden de uno o las manías del otro no hay vida en común posible. Tenemos que vivir, ser nosotros mismos y hacerlo con cierto entusiasmo. Y tenemos que dejar vivir, saber que lo más sexy que puede tener una persona es su personalidad, su exclusiva forma de estar en el mundo, una que no se parece a a la tuya pero que por alguna razón has encontrado fascinante en algún momento de tu vida, tanto como para elegir a esa persona como compañera de camino vital.
Luego está la más íntima de las tribus, la familia. Estas fechas edulcoradas y excesivas en las que los niños ensayan futuras melancolías mientras los adultos somos súbitamente conscientes de ser un año más viejos, son el perfecto caldo de cultivo para poner a prueba aquello de ‘vive y deja vivir’ en el entorno familiar. En estos tiempos de tanta polarización política la Navidad se ha convertido en la zona cero de cualquier conflicto. Todas esas reuniones regadas por el vino y alrededor de una misma mesa son un peligroso campo de batalla donde surgen como setas después de la lluvia antiguos rencores o deudas pendientes, un territorio minado para la cívica convivencia entre padres e hijos, entre hermanos y cuñados.
Y tampoco la democracia sería una forma de gobierno posible sin asimilar este principio como base fundamental para tejer una convivencia entre los distintos individuos (cada uno hijo de su padre y de su madre) que forman una sociedad. Como explica el director del colegio a sus alumnos preguntones de seis años en la novela de Joël Dicker, La muy catastrófica visita al zoo:
Democracia significa que todos somos iguales y cada uno debe respetar a los demás tal como son, y que cada uno tiene derecho a portarse como quiera sin que los demás se metan con él. En la democracia podéis hacer lo que queráis siempre y cuando respetéis las reglas y no molestéis a los demás. En la democracia vivimos juntos con nuestras diferencias, no hay cabida para los intolerantes.
Entonces uno de los niños rompe a llorar.
— ¿Por qué lloras? Le pregunta el director.
— Porque soy intolerante a la lactosa.