Motosierra y shock

Nos dijeron que estábamos en manos de Dios. Y era cierto. Las encuestas no publicadas el día anterior a la victoria de Javier Milei decían que nada bueno se presagiaba. No se intuían los más de diez puntos de diferencia. Se olfateaba una victoria suave, pero no quisimos ver la realidad: el peligro era real e incontestable. Nada con Milei es sutil. Ni lo será. Lamenté que rezar no fuese para mí un refugio. Lamenté que para su número 2 esa costumbre que para muchos es un lugar donde reflexionar y desear la paz, sea, por el contrario, un espacio de fundamentalismo que implicará, también, que el aborto que tanto se peleó, esté en peligro de nuevo y, por tanto, las mujeres argentinas, también. Aunque será difícil su gobernabilidad con la minoría que tiene en las Cámaras de Diputados y Senadores, como digo, nada será sutil en la Argentina que viene. Así que toca organizarse y pelear porque lo que está en peligro es la democracia misma. No sólo allá: en España raspamos la victoria de la ultraderecha también y su oposición en la calle da cuenta de lo cerca que estamos de sus fauces.

Los días previos a la victoria de Milei la gente con la que hablaba desde acá por teléfono me decía que estaba asustada. Decían que a su alrededor casi todo el mundo estaba dispuesto a votarlo. Mejor eso que seguir así. Mejor cualquier otra cosa que esta desidia de la que hace tanto tiempo que no logramos salir. Que se vayan todos. Como si ese todos no fuese él mismo también: no olvidemos su retaguardia. Macri y Bullrich ya calientan para salir a jugar, para salir a romper un país ya roto. Un 40% de pobreza no es sostenible. Una inflación del 150%, tampoco.

Y esa situación desacredita la palabra. Y la palabra es la base de la democracia. Y Argentina lo sabe mejor que nadie. Porque es el país ejemplo de memoria, verdad y justicia. Esta deriva electoral implica matar al lenguaje y cortar el pensamiento con esa motosierra que Milei exhibía en sus apariciones públicas. Milei perdió el debate presidencial, sin duda, y eso, sin embargo, significó su victoria. Porque si el otro ganó fue porque era un político profesional, que sabía usar la palabra, que sabía debatir y desmontar argumentos. El problema es que la política está perdiendo espacio para la dialéctica. El lenguaje no alcanza.

El diagnóstico parece claro. Lo que no es sencillo es aplicar la solución. El hecho de que este tipo de propuestas tengan una enorme aceptación entre los jóvenes dice mucho del presente que hemos construido. Que esos jóvenes se hayan radicalizado durante una pandemia que los sobrealimentó de pantallas y desesperación, tampoco es casual. En su vida el futuro no tiene cabida y la fantasía de lograr salvarse solo se impone. El dinero es todo: fuera de él, nada.

El problema es que el buen vivir a base de plata le sirve sólo a unos pocos que, sin embargo, parecen de la familia porque viven en nuestras pantallas. Esa desigualdad retransmitida en directo a nuestra retina de forma constante como si fuese lo normal matará la democracia si no le ponemos remedio. Nuestro objetivo debe ser redefinir entonces qué es el buen vivir y hacer atractiva esa posibilidad para quienes empiezan a soñar con prosperar en un mundo que se está poniendo límites a sí mismo. ¿Imaginar el futuro puede pasar por frustrarse ante una salida exclusivamente personal que tal vez no llegue nunca? Un día, presentando mi último libro sobre juventud en una universidad, un estudiante me dijo: “Lo mejor que le puede pasar a la humanidad es que las redes sociales desaparezcan”. Cada día estoy más segura de que aquel chico tenía bastante más razón de lo que me gustaría admitir.