Adela nació en Felechas en un año cualquiera del siglo pasado que esconde con esa misma coquetería que derrochaban las antiguas estrellas de cine. Eran nueve hermanos en casa que trabajaban en lo que había, la mina y la labranza. De pequeña tuvo como maestras a Doña Feli y Doña Finina. En aquellos tiempos los pueblos de la montaña eran todavía comunidades muy vivas y serían unos veinte niños en la escuela de Felechas. Entre las clases y ayudar en casa con lo que hiciera falta pasaron esos primeros años.
Hasta que sus primas Lola y Milde, que ya se habían ido a Londres a trabajar, le propusieron que se uniera a ellas. Y Adela, ni corta ni perezosa, sin saber nada de inglés pero con unas ganas infinitas de comerse el mundo y ver la vida desde una realidad totalmente diferente a la que conocía, les dijo que sí al instante, con esa feliz y valiente irresponsabilidad con la que uno siempre imagina el principio de cualquier aventura.
Comenzaban los años sesenta y Londres era el centro del universo. Primero obtuvo los papeles y luego, tras un largo viaje en tren y barco, allí se plantó ella solita con su escaso equipaje pero con todos los sueños del mundo revoloteando en su interior. Y con un papel en el que llevaba escrita la dirección a la que tenía que llegar para mostrar al taxista de turno y alcanzar así por fin el que iba a ser su lugar de trabajo y residencia, un hospital y una Nurse Home que compartiría con otras quinientas enfermeras venidas de sitios tan dispares como China, Estados Unidos o Japón. Desde ese primer día y durante los diez años siguientes Adela trabajaría cuidando enfermos en turnos de siete a dos.
Al principio y sin hablar inglés le tocaba observar e imitar a sus compañeras, aprender poco a poco el idioma e improvisar en muchas ocasiones a la hora de hacer sus tareas. Aunque enseguida, inquieta por naturaleza, preguntó dónde podía aprender el idioma. Y empezó a asistir a clases de inglés durante su tiempo libre y en una pequeña y cercana escuela para extranjeros. Poco a poco se iría familiarizando con todos esos nuevos palabrejos que escuchaba diariamente. Y cuando no entendía algo, pues se callaba y tiraba para adelante.
El contraste entre Felechas y ese Londres vibrante en el que estallaban la música y la moda pop de los sesenta era colosal, dos mundos completamente diferentes dentro del mismo. “Todo era distinto: la forma de vida, los hábitos sociales, la comida, la libertad… era otra realidad, pero si eras un poco lista te adaptabas enseguida y te hacías a ello, incluso a la comida”, asegura con ironía Adela. El uniforme de trabajo tampoco era ajeno a la estética de los años del Swinging London y contaba con una corta minifalda que, por cierto, no dudaba en lucir también cuando venía a esa España todavía anclada en costumbres añejas un par de veces al año por vacaciones. Estuvo once años que recuerda de mucho trabajo, pero en los que también vivió momentos felices e hizo muchísimas amistades con compañeras y médicos. Además el sueldo en libras era muy bueno en comparación con las pesetas de entonces y le daba para enviar dinero a casa siempre que podía.
Regreso al pueblo tras once años fuera
Regresó al pueblo después de esos once años y enseguida encontró una nueva ocupación en la cantina de Felechas. La mina estaba en pleno auge y había mucho movimiento en el bar, así que le tocó aprender el nuevo oficio. Luego llegarían los bailes de Colle y su marido, Goyo, al que ya conocía siendo un rapaz y con el que acabaría formando una familia. Nunca ha vuelto a Londres, y no por ganas. Aunque sigue la actualidad británica y está al tanto de todos los vaivenes de la Familia Real. “Si no fuera por Camila esa gente estarían manga por hombro”, dice mostrando su apoyo por la más discutida de los miembros de tan distinguida como volátil estirpe real.
A Adela no le gusta presumir de moderna, o quizás no es del todo consciente de cómo aquella aventura inglesa terminaría forjando ese carácter curioso y abierto de miras que derrocha casi sin darse cuenta. En su fino y desacomplejado sentido del humor encontramos la misma inteligencia de todos aquellos audaces antepasados nuestros a los que tanto debemos, aquellos que tuvieron que irse lejos de casa para ganarse el pan y ahora poseen esa lúcida perspectiva sobre la vida que suele adornar al que ha sido viajero, que solo se aprende desde la distancia. Quizás tampoco sea consciente de la vitalidad que transmite, pero en su forma de mirar el mundo desde una vida tan larga y llena de experiencias, se percibe a una mujer sabia y libre, la misma que no dudaba en lucir con alegre descaro su minifalda en aquellos años en blanco y negro.
ð Continúa en la entrega IX: el emigrante