Te paraliza. Te indigna. Te sorprende. Te mata. Del otro lado ocurre lo mismo.
Te enrojece. Te distrae. Te aterroriza. Te hunde. Del otro lado ocurre lo mismo.
La polarización política en la que vivimos implica estar absolutamente seguro de lo que sentimos, creemos y hacemos mientras que cada vez nos cuesta más ser conscientes de que, del otro lado, se siente lo mismo pero al revés. Un espejo opuesto. Un reflejo de nuestra propia sombra. Un siniestro baile de máscaras.
Y el objetivo acaba siendo similar. O bien generar violencia o, del otro lado, hastío.
Dan ganas de irse al carajo y no saber más nada. Dan ganas, dicen, de apagar la televisión y olvidar el horripilante momento histórico que nos está tocando atravesar como si no ocurriese nada realmente grave. Y sin embargo, ay, sin embargo, mantenemos nuestras rutinas mientras las matanzas se suceden y la política, tal y como la conocíamos, se diluye como azúcar en agua tibia.
Pero hay más. La desconexión entre quienes aseguran que la macroeconomía va genial y quienes sufren, pellizco a pellizco, la precariedad de puestos de trabajo que acarician el pleno empleo y que, sin embargo, no llegan para dar ni una migaja de felicidad, es cada día más amplia. Pocos llegan más allá del alquiler, ni hablemos de excesos, delirios o despistes inhóspitos. Otros dicen, todo va bien, las terrazas están llenas, no hay que preocuparse.
Unos se manifiestan apelando a cabezas de caballo cortadas sobre una sábana blanquísima. Otros esconden sus intenciones cavando salvoconductos posibles ahora que ven la cercanía del fin de un ciclo. Algunas, las de siempre, se afanan en proclamar escenas que se repitan como un eco insondable en teléfonos, conversaciones y antenas de radio: los que la aplauden y los que la odian, todos hablan de la reina de la capital del reino que, poco a poco, trata de suavizar su centralismo a favor de una España toda que pueda ser gobernada por la discípula de quien hace apenas unos días declaraba dos sentencias fúnebres. La primera, que la dictadura franquista fue, en gran medida, mejor que la República e incluso que esta democracia defectuosa que parecemos tener en este país europeo a medias. Y dos, que por qué no se siguen más los pasos de Milei que no tiene pelos en la lengua, ni él ni sus adláteres. Matones de colegio pasados de todo que insultan, distorsionan y ensucian la altura de un país que supo tener algunos de los exponentes culturales más aplaudidos del mundo.
Y entonces yo digo, qué nos pasa, queridos humanos, dónde perdimos el punto de no retorno. Tal vez en el scroll infinito que confundimos con lisérgicas andanzas o quizás en la metralleta constante sobre nuestra capacidad de contener información veraz y válida. Cuándo se jodió el Perú, dijo aquel. Y me respondo que, en realidad, hace tiempo que se rompió el chiste, la única diferencia es que hace poquito se lo preguntan también quienes ven cómo se tambalea, incluso, su propia certidumbre como hacía mucho que no les pasaba y entonces todo es más ruidoso y urgente. Porque hay imperios que están pugnando por el nuevo tablero y en esa lucha de titanes, nacen monstruos. Bienvenidos al espectáculo en el que, no sólo gana la banca, sino que se perpetúa el show. Hasta que el telón caiga.