L’esprit de l’escalier es una expresión francesa acuñada por el escritor, filósofo y enciclopedista Denis Diderot (1713-1784) que describe el acto de pensar una respuesta ingeniosa cuando ya es demasiado tarde para darla. El dicho se utiliza cuando nos viene a la cabeza una réplica perspicaz pero ya estamos bajando metafóricamente la escalera, cuando hemos perdido la oportunidad de lanzarla y queda únicamente suspendida en el íntimo asombro de nuestro propio eco. Es el conocido como síndrome de la escalera, un fenómeno estudiado por la psicología que normalmente viene acompañado de una sensación de frustración y arrepentimiento. Porque lo cierto es que puede ser muy desalentadora esa incapacidad para verbalizar una aguda ocurrencia cuando aún estamos ante nuestra ocasional audiencia, para soltar en el momento preciso esa pequeña pieza de belleza intelectual que finalmente nadie sabrá nunca que ha existido.
Una convicción que aparece a medida que uno va cumpliendo años es que las mejores ideas nacen casi siempre de algo tan volátil como la intuición, que las reflexiones posteriores a esa primera clarividencia que surge de algún rincón intangible de nuestra mente suelen ser malas versiones de la percepción original. Pensar demasiado es embarrar el campo, dar disparos de ciego para terminar regresando al punto de partida. Aunque la paradoja del síndrome de la escalera reside en qué es precisamente después, pasado el tiempo, cuando la respuesta perfecta aparece, cuando nos invade una mezcla de satisfacción y amargura por descubrir esa réplica tan lúcida como estéril.
A veces la insatisfacción por no haber encontrado a tiempo esa sutil réplica puede ser también dolorosa. Sucede por ejemplo cuándo discutimos y en mitad de la beligerancia soltamos una barrabasada que no sentimos con la única intención de hacer daño a alguien que queremos. Otras veces, en mitad de una enriquecedora y alegre conversación, lo que sucede es precisamente lo contrario, que nos quedamos mudos ante una pregunta inteligente para encontrar esa escondida elocuencia cuando ya nadie está al otro lado para escucharla. Y en contadas ocasiones se obra el milagro y aparece al instante esa brillante sentencia, esa respuesta que provocará sonrisas y halagos, que nos dejará hinchados de petulancia como un pavo real. A ti te ocurrió hace ya bastante tiempo al responder en una reunión de amigos a la clásica y recurrente pregunta de qué es lo que te llevarías a una isla desierta. Una mujer complicada, soltaste con súbita ironía.