Cambio de ciclo

Cuatro veces al año, ocurre. El tiempo se trastoca para recordarnos que empieza un nuevo ciclo, una nueva oportunidad. La naturaleza se revuelve y trata de adaptarse a otro clima, a otra luz, a otra temperatura. Y nosotros también. Yo, por ejemplo, noto cómo los días se acortan y la luz que antes cegaba la mesa de la cocina de mi casa hasta bien entrada la tarde ahora se desvanece mucho antes. Ya no necesito cerrar las cortinas para disfrutar del frescor de la penumbra, ya no. Sé que es justo al revés, que pronto comenzaré a sentir el frío en los huesos que dejan las madrugadas en la Maragatería y extrañaré una manta sobre mis hombros. Por eso tal vez ahora los atardeceres me derrumban poco antes de las ganas que tengo de cenar y empezar a bajar la guardia. 

Digo me derrumban porque todo cambio de ciclo implica, también, una renuncia. Se van las tardes al sol, el frescor de cada mañana posado sobre los frutos del huerto y las hojas de los árboles. Se van, también, las notas de música de las orquestas que en verano se escuchaban acaso lejanas desde este valle en medio de la noche. Desaparecen las bicicletas de los niños que vuelven a ser secuestrados a ciudades en las que casi nadie sabrá sus nombres. No serán libres allí, vivirán del miedo que conocen sus padres: no podrán dejarlos solos porque los vecinos no serán ya también otros padres ocasionales, sino amenazantes ojos a los que temer por puro desconocimiento.

Se va el verano y se escapa una brizna de viento en mi pecho porque sé que no volverá la certeza de una promesa pura. Todas las que vengan ahora estarán manchadas de experiencia del adiós. Ahora acaba un ciclo que graba en mi piel la única verdad: que todo puede terminarse, incluso lo que soñamos eterno. ¿Y entonces? Tal vez no sea del todo triste, sino al revés: vivir desde la conciencia de que todo lo que empieza puede acabar es la única manera de dejar que el agua de lluvia te moje el pelo hasta calarlo, que las piedras te dañen los pies descalzos sobre el río helado y sepas justo por eso que sirven para seguir caminando hacia donde el corazón te dicte. Seguir, porque de eso se trata de la vida: usar los pasos para trazar el camino que deseemos construir para que, cuando miremos atrás, sonriamos con la serenidad de quien se sabe en paz.

Todo lo que acaba tiene un sentido porque existió y dejó un aprendizaje y un recuerdo en nuestra retina y nuestra alma. Todas las personas que formaron parte de nuestro recorrido alguna vez pueden convertirse en tesoros de lo que fuimos y somos. Son, también, cuerdas en medio de la montaña a la que seguiremos tratando de ascender porque nuestros ojos se empeñan siempre en mirar mucho más allá del horizonte. Esas personas no desaparecen, se transforman.

Y mientras, aceptando esta verdad, seguiremos siendo testigos de cómo el sol se inclina de otro modo, o tal vez seamos nosotros quienes sintamos también de qué manera nuestro cuerpo se despereza, se abre, se reubica para soltar lo marchito y dar lugar a nuevas flores. Le ocurrirá lo mismo a las plantas que ahora suspiran como las últimas bellezas del jardín que son: morirán y aún no sabemos cómo de hermosas nos sorprenderán la próxima primavera, pero serán otras, y lo aceptaremos porque nosotros también habremos cambiado como nos esculpe el tiempo.