Amor migrante

En aquella época los viernes bajaba a comprar pasta casera en la tienda de la esquina y abríamos un Malbec con música de fondo. En la tienda estaban los de siempre: una familia entera que llevaba décadas en el barrio con un horario de pueblo: cerraban para comer, se miraban a veces cómplices, otras odiando otro minuto más al lado de la misma gente que veían desde que nacieron. Los vecinos preguntaban por cómo estaba la madre: al cabo de un mes aparecía con la cabeza cubierta por un pañuelo y la mirada cansada, pero atenta, dueña de un negocio viejo, y te preguntaba, sin rodeos pero con dulzura, qué iba a ser hoy. Y yo le pedía mis cuatro cajas de ravioles con salsa de champiñón, tres para congelar. Si no había subido demasiado el precio, también un postrecito casero para llevar. Era el fin de un éxito habitual: sobrevivir a la rutina en la que, sin embargo, lograba un tipo nuevo de felicidad porque Buenos Aires nunca ofrecía un día igual que el anterior. 

La semana solía ser intensa porque sólo ir y venir del centro de la ciudad implicaba dos horas de ida y vuelta en un autobús destartalado. Gritos y sofocos, bocinas que despeñaban su sonido contra un cielo extremadamente bello porque lo firmaban jacarandás o gomeros que en mi vida había tenido tan cerca como para hacerme sentir tan ínfima y a la vez tan afortunada de poder contemplar así de cerca. Los baldosines se retorcían cada vez más bajo el peso de los autos y algunas viejas eran aún capaces de bajarse de los bondis en movimiento sin perder la cadera en el trasvase. Puro ingenio. Un chico salía corriendo con algo en la mano, alguien le gritaba de lejos. Una pareja bailaba y un hombre trajeado salía del subte con un maletín hecho pedazos. Adolescentes argumentaban sobre política como si fueran Descartes y yo, migrante, aprendía lo que era vivir sin documentos.

Los sábados escribíamos lo que el día a día no nos dejaba y salíamos a caminar las calles siempre rotas de la Capital Federal. El ritmo variaba profundamente: no había prisa, solo teatros clandestinos que albergaban nociones de éxito muy ajenas a lo que les contaban a los aprendices de actor en Europa. Y los cines, sin doblaje, tenían lenguas eternas que doblaban esquinas con gente esperando una nueva sesión para volver a entrar. Las librerías no cerraban: la noche era su esencia. Los bares tal vez sí, pero eso era lo de menos.

Luego, los domingos, él bajaba al quiosco más cercano para descubrir si habían publicado mi nota en el diario. Subía con medialunas y hacíamos café. No podía saber entonces lo feliz que era y tampoco que al cabo de los años aprendería que el hogar no era el escenario, sino su cuerpo. La felicidad ha ido mutando hasta una casa en la maragatería rodeada de pájaros desde la que imaginamos futuros posibles y desplegamos proyectos en los que el mundo nunca es suficiente y, al mismo tiempo, basta. 

Estos días que tanta gente me escribe pidiéndome consejo o trabajo para huir de la Argentina pienso que ojalá tuviera aliento real que otorgarles pero sólo puedo decir que allá donde esté su amor, busquen su casa. No hay otra receta porque el mundo entero está buscando dónde atracar para volver a lo importante, a lo básico, a la esencia de lo que nos hace verdaderamente humanos: y no es la plata. Pero claro, ahora también hay hambre y el amor no basta.