Detrás de una gran historia siempre hay un puñado de intrahistorias. Y se revelan a veces en forma de objetos: una cartera escolar con anagramas de Moscú 1980, un colgante con cinco aros o figuras de Cobi. Otras afloran con imágenes: Carl Lewis y Arantxa Sánchez Vicario fotografiándose en Seúl 1988, Ian Thorpe desayunando en Atenas 2004 o Pau Gasol tomando un ascensor en Río de Janeiro 2016. Las secuencias forman parte de la intrahistoria más emotiva de las carreras de las gimnastas María Martín y Carolina Rodríguez y la atleta Sabina Asenjo. Ellas son historia. Y no sólo por haber puesto a la provincia de León en el principal escaparate mundial del deporte. Lo son también por haber contribuido al salto de las mujeres, mayoría por primera vez en la delegación española en estos Juegos Olímpicos de París 2024 (192 por 190 hombres), una manera poética de cerrar un círculo abierto por un mito como la tenista Lilí Álvarez y su compañera Rosa Torres hace justo ahora 100 años en la propia capital francesa.
María Martín ni siquiera soñaba con ser olímpica cuando de niña se pasaba el día haciendo el pino. “Le tenía las puertas reventadas a mi madre”, ríe ahora en conversación telefónica esta mujer nacida en León en 1970. Ni fue consciente hasta pasado el tiempo de ser para siempre la primera deportista leonesa olímpica gracias a su participación en gimnasia rítmica en los Juegos de Seúl en 1988. Apenas tenía 2 años de edad cuando su familia se trasladó de León, adonde había llegado su padre, ingeniero de Icona (Ingeniero para la Conservación de la Naturaleza), a Segovia. De ahí quedó el amor por la naturaleza (“y sigo caminando por el monte”, anota), el recuerdo familiar de tardes de patinaje por Papalaguinda y su padrino, el poeta Gaspar Moisés Gómez, que una vez escribió un artículo que ella considera premonitorio sobre su carrera deportiva.
El deporte pasó del pasillo de casa al tapiz de los gimnasios cuando un día, ya con 11 años de edad, fue a ver un entrenamiento del equipo nacional en Segovia. Comenzó yendo tres días a la semana al Centro de Tecnificación en Madrid hasta que se asentó en la capital. Moscú 1980 sólo era el recuerdo de una cartera escolar; Los Ángeles 1984 fue el de la participación de Marta Bobo y Marta Cantón, que ya eran compañeras de tapiz; y Seúl 1988 sólo se le empezó a hacer presente cuando en 1987 acudió al Campeonato del Mundo. “Nosotras vamos a vivir eso también”, se recuerda diciéndole a su compañera Maisa Lloret tras ver un reportaje en televisión. De la mano de la entonces seleccionadora nacional, la búlgara Emilia Boneva, se cumplió el objetivo. En la ciudad asiática vivió las contradicciones del deporte: estar en el epicentro mundial y sufrir por la calificación de los jueces hasta terminar vigésima. “Yo no me presto más a este circo”, se dijo para, con apenas 18 años de edad, decidir su retirada.
Los sinsabores no restan valor a la experiencia. “Mi sensación fue como de estar en una fiesta”, cuenta al recordar la villa olímpica. La carrera de las gimnastas era entonces muy corta. Ni siquiera se vio tentada por el hecho de que a cuatro años vista apareciera Barcelona 1992, el punto de inflexión de la historia del deporte español al implementarse fórmulas como las Becas ADO (Asociación de Deportes Olímpicos). A Seúl viajaron desde España 31 mujeres y 200 hombres. Arantxa Sánchez Vicario era todavía entonces la hermana de Emilio (medallista este último en el dobles junto a Sergio Casal). Hizo allí buenas migas con María Martín, que recuerda a la tenista haciéndose una foto en la ceremonia de clausura con Carl Lewis, el Hijo del viento oro en los 100 metros lisos tras la descalificación por doping de Ben Johnson. Martín tampoco sabía entonces que iba a vivir lo que ella califica como sus otras “dos Olimpiadas” cuando, ahora como profesora titular de Ciencias de la Actividad Física y del Deporte de la Universidad Politécnica de Madrid, ha firmado sendos trabajos sobre el deporte en las adolescentes y las desigualdades en la competición.
A la misma edad, 11 años, a la que María Martín empezó a practicar gimnasia rítmica, otra leonesa, Carolina Rodríguez, ya estaba en el equipo nacional. Nacida en 1986, Rodríguez tenía unas cualidades innatas que se empezaron a pulir en el Club Ritmo cuando, para ella, unos Juegos Olímpicos sólo eran aquello que en el colegio y en el gimnasio sus profesores y entrenadoras le decían que se celebraban cada cuatro años y que era la máxima aspiración de un deportista. Fue en el verano de 1996 cuando se produjo una revelación. De vacaciones en el camping de Santa Marina del Rey madrugaba o trasnochaba para combatir el cambio horario y verse de arriba abajo los Juegos de Atlanta, incluida una “lagrimilla” con el oro del conjunto español de gimnasia rítmica. “No sé cuándo. Pero yo quiero hacer eso. Yo quiero ser olímpica”, se dijo entonces quien ya rebobinaba cintas VHS para no perderse detalle de las competiciones. Había empezado en enero de 1994, antes de cumplir los 8 años. “Y no me planteaba faltar a un entrenamiento; sufría cuando había vacaciones”, confiesa.
"No sé cuándo. Pero yo quiero hacer eso. Yo quiero ser olímpica", se dijo la gimnasta Carolina Rodríguez cuando vio de niña los Juegos de Atlanta 1996
Sus palabras proféticas se hicieron realidad en Atenas 2004. Carolina Rodríguez había hecho el mismo camino que María Martín hasta llegar a Madrid. Pero el billete olímpico llegó “de rebote” para tener que adaptarse al conjunto con apenas unos meses de antelación, en las antípodas del cacareado ciclo de cuatro años. “Yo no lo veo como un esfuerzo de cuatro años, sino como el premio a toda tu carrera deportiva”, relativiza la leonesa, que no sabía para dónde mirar cuando llegó a Atenas 2004, un día se vio desayunando al lado del nadador australiano Ian Thorpe y otro pensó que se había equivocado cuando entró con sus compañeras al pabellón para entrenar, el recinto estaba lleno y salpicaban los flashes. “Y les dije: chicas, creo que nos hemos equivocado y hoy es el día de la competición”, anota sobre aquella experiencia que terminó con un diploma olímpico al ser séptimas. El golpe llegó cuando luego se vio apartada del equipo nacional y anunció su retirada. Su regreso iba a ser un cuento digno de los héroes olímpicos de la antigüedad.
A Rodríguez la fueron picando para volver paulatinamente a la competición en el Club Ritmo, donde ya había de niña sorteado la precariedad de medios entrenando en la iglesia de Puente Castro para poder lanzar los aparatos más alto. León ya tenía CAR (Centro de Alto Rendimiento) cuando pudo hacer su recorrido desde la capital leonesa, algo que habría sido impensable para María Martín. Tuvo que jugarse a una baza en un preolímpico el billete para Londres 2012. Compitió allí con los ligamentos de un tobillo rotos (Martín fue a Seúl con el menisco tocado). Y en la capital británica conoció al cirujano que mes y medio después la operaría. Concluyó la rehabilitación nada más “con la idea de volver a caminar”... sin sospechar que la meta estaría en Río de Janeiro 2016, el más difícil todavía al convertirse en la primera gimnasta de rítmica de la historia en llegar a unos Juegos con 30 años de edad.
Londres y Río fueron diferentes también por competir en estos dos casos en la modalidad individual. “Van a ser los últimos de verdad”, dijo a las autoridades para suplicar sin éxito poder presenciar por una vez la ceremonia de inauguración en Río. Rodríguez, que ya sí pudo beneficiarse de becas ADO, hizo historia. “Tú has sido una referente y una motivación”, le ha confesado la eslovena Ekaterina Vedeneeva, que en París repetirá la gesta al competir con 30 años. La leonesa no pudo ir a la inauguración, pero terminó su participación con sentimientos contradictorios: “No voy a tener otra vez esa sensación de superfelicidad y a la vez de pena”, apunta ahora, siempre con una sonrisa y con los cinco aros como colgante de su gargantilla como regalo antes de Río. Consciente de que el podio estaba lejos por la preponderancia del gimnastas de la órbita rusa, regresó a casa octava. “Tengo dos diplomas, que son mis medallas en forma rectangular”, concluye.
Yo no soy de llorar, pero lloré cuando se encendió el pebetero. ¡Fue tan emocionante!
Los Juegos Olímpicos tenían un cierto aire familiar para la berciana Sabina Asenjo, también nacida en 1986. Su primo Rodrigo Gavela había sido maratoniano en Barcelona 1992, de cuando conserva el recuerdo de ver a un pariente por la televisión (“luego contaba historias y me quedaba embobada, y eso que todavía no hacía deporte”) y merchandising de Cobi todavía por la casa de Lillo del Bierzo (Fabero). Tenía ya carteles de deportistas en la habitación cuando se disputó Sídney 2000. Fue precisamente ese año cuando empezó en la escuela de atletismo montada en Fabero por su primo. “A mí me obligaron: me metieron en el coche y no protesté”, recuerda ahora entre risas. Como María Martín, guardaba condiciones de las que todavía no era consciente. Al revés que Carolina Rodríguez, iba a recorrer otro camino vital para llegar a los Juegos.
La espectacularidad de los Juegos de Pekín 2008 (en especial El Nido, el estadio de atletismo que coronó a Usain Bolt como rey de la velocidad) fue la primera revelación, la que le sirvió para resolver la duda sobre si le compensaría echar tantas horas en el círculo de lanzamientos. La segunda llegó al quedarse a las puertas de Londres 2012, convencida de dar otro salto de calidad, lo que pasaba por salir de la zona de confort en Ponferrada y marchar a las órdenes de Carlos Burón al Centro de Alto Rendimiento de León, donde coincidiría con Carolina Rodríguez. La berciana venía de Ponferrada y la leonesa había estado en Madrid. Asenjo sí vivió un ciclo olímpico, el que fue de 2012 a 2016: cuatro años que ahora “parece que fue media vida”. El salto deportivo resultó “espectacular”. El objetivo se cumplió al lograr la marca mínima para Río en lanzamiento de disco. Tiene grabado lo que le dijo entonces una amiga: “Ahora ya te puedes retirar”.
Río fue más bien un torrente de sensaciones. “Yo no soy de llorar, pero lloré cuando se encendió el pebetero. ¡Fue tan emocionante!”, repesca sobre aquella gala inaugural a la que no pudo ir Carolina Rodríguez y en la que desfiló justo delante del equipo estadounidense de baloncesto. No había comenzado la competición y ya tenía anécdota que contar: cuando estrellas de la NBA como Kevin Durant le pidieron a un compañero intercambiar un pin del país... y esto no lo tenía a mano. “El ambiente era espectacular”, resalta. “Es muy difícil de explicar si no lo vives”, añade al recordar a Pau Gasol y Felipe Reyes cogiendo un ascensor o yendo a ver un partido de tenis de Rafa Nadal. Tampoco oculta Sabina Asenjo una cara B: que aquella dedicación extraordinaria le pasó factura física y emocional hasta lamentarse de no haber recurrido a un psicólogo deportivo (la gimnasta Simone Biles pondría la salud mental en primer plano en Tokio 2020). El esfuerzo, eso sí, mereció la pena. “Y me arrepiento de no haber marchado a León ya en 2008”, confiesa la atleta, vigésimo tercera en Río.
Quien tenga olfato para detectar el potencial del deporte femenino se va a llevar el gato al agua
La relación hombres/mujeres en la delegación española ya se había equiparado a grandes rasgos cuando Carolina Rodríguez y Sabina Asenjo compitieron en Río 2016. De hecho, Londres 2012 dejó una paradoja: por primera vez hubo más medallistas entre las féminas cuando ellos todavía copaban la mayoría de las becas ADO, según subraya María Martín, comentarista ocasional en televisión junto a la célebre periodista Paloma del Río y profesora especializada en Mujeres y Deporte de la Universidad Politécnica de Madrid. Criada en una casa con hermanas mujeres y formada en un deporte eminentemente femenino, Martín reconoce haber vivido “en una burbuja”. “El deporte en activo fue una parte importante de mi vida, pero sólo una parte”, relativiza para admitir a renglón seguido la “huella emocional” de seguir las trayectorias de Carolina Rodríguez, la estrella del bádminton Carolina Marín o la piragüista Maialen Chourraut.
Martín reconoce un antes y un después con los éxitos de la selección femenina de fútbol. “Al final el fútbol es un tractor en la percepción de cambio”, sostiene para citar como “tarea pendiente” la de “visibilizar a las mujeres en los medios de comunicación” hasta concederle un potencial enorme desde el punto de vista económico: “Y quien tenga olfato para detectarlo se va a llevar el gato al agua”. La historia deportiva y humana de Carolina Rodríguez, que hizo de la necesidad virtud al derrochar expresividad como producto de su trato con sus padres (ambos sordomudos) y se recompuso antes de un Mundial del fallecimiento de su hermano, se popularizó al ser protagonista de un excelente documental del espacio Informe Robinson. Su estreno coincidió con el programa dedicado a Juan Gómez Juanito. Y la audiencia fue pareja. “No lo tomé desde el punto de vista del género, sino desde el punto de vista de un deporte minoritario”, cuenta Rodríguez, que subraya el valor de mujeres “pioneras” en deportes como el piragüismo o el ciclismo al insistir en que el suyo es casi exclusivamente femenino.
“En mi deporte se equiparó siempre. Competimos a la vez. Y en los premios no hay distinción”, aporta Sabina Asenjo, que se retiró y volvió a las pistas tras ser madre y que certifica un cambio de mentalidad al comprobar cómo su hijo de cuatro años de edad no se sorprende por ver fútbol femenino en la tele. La tendencia parece ser imparable, pero María Martín apunta otra tarea pendiente al analizar la práctica deportiva en niñas y adolescentes, todavía por debajo de los niños y chicos. “Hay que hacer patios escolares más inclusivos y huir del futbolcentrismo”, sentencia para, no obstante, confiar en que la cifra de mujeres olímpicas españolas siga creciendo en los Juegos de Los Ángeles 2028 para sumar a una lista en la que María Martín, Carolina Rodríguez y Sabina Asenjo han puesto acento leonés.