“En presencia de Dios presto este sagrado juramento de obediencia incondicional al Führer del Reich y del pueblo alemán, Adolf Hitler, Comandante Supremo de la Wehrmacht, estando dispuesto como valiente soldado a entregar en todo momento mi vida por este juramento”. Con este compromiso de lealtad al Führer que todos los miembros del ejército alemán debían acatar inexorablemente, y que aparece escrito sobre la pantalla al comenzarValkiria, Adolf Hitler se aseguraba un poder absoluto para perpetrar sus terribles y megalómanos delirios de supremacía racial y militar. El resto ya es historia: su abyecta y descabellada idea de crear un imperio que durase mil años terminó extendiendo la desolación y la muerte por toda Europa y dejó a su pueblo en la más absoluta de las miserias.
Albert Einstein, ese científico visionario y judío que renunció a la nacionalidad alemana cuando Hitler llegó al poder en 1933, dijo: “Dios no juega a los dados con el universo”. Es imposible determinar la certeza de una reflexión cuya naturaleza subjetiva nace de la fe, pero viendo todos esos golpes de suerte que permitieron a Hitler esquivar la muerte en múltiples ocasiones, en todos y cada uno de los atentados que se planificaron minuciosamente desde las entrañas del régimen, uno no puede evitar creer que ese Dios que no juega a los dados con el universo sí lo hace, en cambio, con el destino de humanidad.
La Operación Valkiria fue el más ambicioso de esos intentos de magnicidio. En julio de 1944, siete militares dirigidos por el coronel Stauffenberg diseñaron y ejecutaron un plan con el que pretendían asesinar al Führer, abolir las SS y formar un nuevo gobierno más proclive a la negociación, con el general Ludwig Beck y el político conservador Carl Goerdeler como canciller y presidente respectivamente. Pero, una vez más, los dados de Dios se aliaron con los malos. Y Adolf Hitler siguió enviando a la muerte a miles de seres humanos hasta el último de los días de su existencia, el 30 de abril de 1945.
Bryan Singer volvía a contar con Christopher McQuarrie, guionista de sus dos primeras y brillantes películas, Public Access (1993) y Sospechosos habituales (1995), para llevar a la pantalla la historia de aquel fallido atentado. Y eso es lo que vemos en su filme: una detallada y fiel reconstrucción de los hechos. Imagino que intencionadamente, Singer evita buscar las motivaciones de los personajes o la complejidad moral de sus actos para centrarse en una sólida y eficiente recreación de lo sucedido.
Tom Cruise como protagonista
Algo que resulta especialmente palpable en el coronel interpretado por Cruise, un personaje al que no llegamos a conocer en ningún momento y que el espectador nunca percibe como el hombre real en el que se inspira, sino como un aséptico y cinematográfico héroe de acción. Claro que esto también puede deberse a las limitaciones de Cruise, un actor al que es imposible negarle su oficio y esmero pero que siempre transmite la sensación de no ser capaz de ir más allá de sus propias limitaciones. Porque sí encontramos esa profundidad emocional en el resto de los personajes. Y es en pequeños gestos o frases de diálogo de cualquiera de sus compañeros de reparto, donde comprendemos el miedo o la desesperación que les atenazaba y que alimentaba su conjura. El excelente elenco de actores es posiblemente lo mejor de este notable thriller bélico. En él encontramos entre otros a Bill Nighy, Kenneth Branagh, Tom Wilkinson, Eddie Izzard, Terence Stamp, Carice Van Houten o Thomas Kretschmann.
Precisamente este último, que interpreta al Mayor Otto Ernst Remer, nos transmite en una demoledora secuencia toda la rendida desesperanza que debieron sentir aquellos que soñaban con cambiar el destino de su pueblo. Este fiel y hastiado soldado, que inicia la toma del distrito gubernamental de Berlín cuando la conspiración se pone en marcha, es también el primero en escuchar por teléfono la voz de Hitler: “¿Reconoce mi voz? Estoy vivo e indemne”.