Seguramente el mayor problema que va a encontrar Un fantasma en la batalla en el posible impacto que pueda obtener sobre el espectador es la cercanía de su estreno con el de La infiltrada, filme que alcanzó un gran éxito de crítica y público hace apenas un año y que también abordaba el perverso universo etarra con una historia inspirada en hechos reales, la de una mujer que vivió infiltrada entre sociópatas casi una década y cuyo trabajo fue fundamental para acelerar la caída final de los asesinos. Aunque por lo demás poco tienen que ver ambas películas, porque mientras la cinta de Arantxa Echevarria retrataba con aires de buen thriller y ningún afán revisionista aquella realidad del País Vasco, el filme de Agustín Díaz Yanes va un paso más allá y lo que vemos es una profunda y compleja historia que trae de vuelta aquella pesadilla colectiva que mantuvo en vilo a todo un país, un doloroso ejercicio de memoria que abandona en el atónito espectador que vivió aquellos años la absurda constatación de que aquel delirio nacionalista duró demasiado tiempo.
Decía el director en una reciente entrevista promocional que su pretensión era hacer una película que se pudiera entender en cualquier parte del mundo, que un espectador de Japón u otro de Dubai pudieran sumergirse sin problema en ese tiempo y ese lugar tan concretos de nuestra realidad más reciente. Aunque no creo que esos eventuales ojos extranjeros que se acerquen a esta historia puedan llegar a sentir lo mismo que estos otros nuestros que vivieron lo que se nos cuenta en primera persona, desde aquellos sangrientos años de plomo en los que ETA provocaba más muertes de las que esta joven democracia podía asumir, buscando causar el mayor dolor posible con un fanatismo salvaje, hasta el asesinato de Ordoñez o Tomás y Valiente; desde el ominoso secuestro de Ortega Lara hasta la ejecución programada de Miguel Ángel Blanco.
Todas esas imágenes reales que se intercalan con la ficción nos recuerdan que aquello sucedió de verdad, que esos miserables que ahora van dando lecciones de paz estuvieron matando hasta hace cuatro días. Eso es lo que más indigna, que los mismos que miraban para otro lado o que incluso tuvieron el poder de parar mucha de aquella sangre (léase por ejemplo la despreciable figura de Otegui) vayan ahora predicando buenas palabras y dando a entender a las nuevas generaciones que ellos trajeron la paz. Es de una crueldad indignante que aún no hayan pedido perdón a muchas de las víctimas y a esta sociedad, que todavía se celebren homenajes institucionales a muchos de aquellos asesinos, con todos esos carteles triunfalistas que vemos en cualquier casco viejo de los pueblos y ciudades del País Vasco y que dan ganas de vomitar. Hasta que ese mezquino relato no se agote no se habrán cerrado las heridas.
Porque siempre se trata de lo mismo: una sociedad que quiera avanzar hacia formas de civilización más sofisticadas y justas nunca debe olvidar sus episodios más infames. Ya saben, para no estar condenada a repetirlos.