Fueron casi un millón. El día del libro casi un millón de argentinos y argentinas coparon las calles de las principales ciudades del país para decir basta al brutal recorte que Milei está llevando a cabo en el país y, particularmente, en lo que refiere a la universidad pública. Una institución que en la Argentina no sólo es referente indiscutible en todos los ámbitos sino para muchas otras personas latinoamericanas que han encontrado, durante décadas, un refugio y una oportunidad de crecer formando parte de su comunidad educativa.
Cuando llegué allá, hace más de una década, me sentí abrumada. Venía de otra universidad pública, la Autónoma de Barcelona, en la que tenía acceso a inmensas bibliotecas, aulas equipadas con todo lo necesario, libros a precios asequibles si prefería comprarlos y varios servicios adheridos que parecían naturales. No lo eran. Cuando vi la UBA de cerca descubrí paredes desconchadas, pupitres insuficientes y una inflación que golpeaba, claro, también a los estudiantes, que son de los que en general menos poder adquisitivo tienen. Pero poseían algo fundamental: sus docentes. De un nivel impresionante, de una entrega brutal, de una voluntad inquebrantable por la enseñanza de sus distintos ámbitos de especialización.
En Argentina, como también sucedió en España, tener un hijo que había estudiado en la universidad era un salto cualitativo y cuantitativo para cualquier familia. Mis padres fueron los primeros de las suyas y, por eso, seguramente, yo estoy aquí. Pasó el tiempo y lo naturalizamos, pero es un error. Que un Estado sea capaz de otorgar las mismas oportunidades a todos sus ciudadanos, vengan de donde vengan, tengan el bolsillo que tengan, es lo que diferencia la potencialidad del auge de una democracia o su caída.
Llevo meses angustiada por la situación política global. Pero el martes Argentina volvió a sacudirme para bien, a levantarme los brazos que cada día sienten más peso y sus miles y miles de personas en la calle me lanzaron una señal. El pueblo no está dormido, lo que está es agotado. El pueblo no está paralizado, lo que está es indignado. El pueblo sabe que, si no defiende sus derechos para todos, entonces sólo los tendrán unos pocos. El pueblo sabe que en toda esa retórica tiene que haber verdad y si no la hay, habrá castigo. Y, de hecho, castigó. La victoria de Milei fue contundente y significó una bofetada no sólo para la Argentina, sino para el mundo occidental por lo que significa: un país que ha generado hasta cinco premios Nobel, que nos ha dado cine, literatura y teatro a chorro y que nos ha logrado levantar de la silla con maestros del balón incluso aunque no te interesase particularmente el fútbol.
Un presidente es un representante del pueblo, de todo el pueblo, y debe velar por sus intereses, por el de todo el pueblo. Si toca hueso, salta por los aires. Si deja de ser creíble, se desvanece. Si no tiene apoyos, cae. Pero un presidente no es nada sin su pueblo. Y un pueblo no es nada sin su capacidad de pensar, de rebelarse, de poner límites, de cumplir, pero también de hacer cumplir las promesas a quienes confiaron en ellas. Las campañas son un encantamiento: lo difícil es sostener ese artificio mientras el poder te come. Y hoy, además, la velocidad mata la reflexión que es, justo, en lo que debe basarse la política. Reflexionar, entonces, nunca puede ser una mala idea. Hagámoslo todos. Defender la universidad pública, por ejemplo, también debe serlo. Sin embargo, en España hay una proliferación preocupante de lo contrario desde hace años. Apenas nos hemos movilizado: la metamorfosis es lenta pero implacable. Ojalá lo hagamos alguna vez para salvar lo que nos hace verdaderamente libres: el pensamiento crítico, el conocimiento, lo que no tiene apenas valor económico, pero sí resulta esencial. Solo el pueblo salva al pueblo.