La irrupción pública y generalizada del término memoria histórica se produjo a partir de las exhumaciones científicas de fosas comunes donde se encontraban los cuerpos de los republicanos asesinados y desaparecidos por pistoleros franquistas. La Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica se inscribió con ese término en diciembre del año 2000.
Las reacciones a esa terminología asociada al conocimiento de la represión franquista fueron diversas, pero fue desde el ámbito de los historiadores desde donde el termino fue más cuestionado al contraponer los conceptos de Historia y memoria: la memoria era algo subjetivo e impreciso y la historia era algo así como una ciencia que permitía fotocopiar el pasado. Otros llegaron más lejos: en declaraciones y artículos trataban de ridiculizar lo que adornaban que no había sucedido; que era inverosímil. Por suerte hubo investigadores que entendieron que desde el movimiento se estaban aportando conocimientos que no se encontraban en ningún archivo, que la historia oral era tan válida como fuente que los propios documentos, y sobre todo que eran fundamentales para conocer y comprender lo ocurrido a partir del 18 de julio de 1936.
En su tribuna de opinión ¿Se ha contado bien el inicio de la Guerra Civil en León?, publicada en este medio, Javier Fernández-Llamazares analizaba la fiabilidad de las investigaciones, denunciando en uno de sus párrafos, la gestión que el diputado socialista Alfonso Cendón había llevado a cabo con los miles de documentos del Archivo Militar de Ferrol que habían sido digitalizados con dinero público, pero con acceso público muy limitado. Es ahí donde el autor de la tribuna que parece reivindicar rigor en el relato del pasado utiliza la expresión de Memoria “histérica e histriónica”, es decir, exageradamente “emocional y dramática”, desvirtuando su valor y su importancia como medio de conocimiento y de posible reparación de un pasado terrible y profundamente injusto.
La explicación del término memoria histórica es bastante sencilla y comprensible, lo que hace inverosímil ese tipo de reacciones. Alguien en un pueblo recuerda un lugar donde fueron asesinados y enterrados un grupo de ciudadanos republicanos. Esa persona es capaz de señalar el lugar y permitir que un grupo de arqueólogos y voluntarios encuentren una fosa común, donde ocurrió una matanza. Esa información no se encuentra en ningún archivo, en ningún documento, pero nos relata acontecimientos históricos. Eso significa que su memoria es histórica, que el único modo de llegar a conocer esa realidad de nuestro pasado es a través de su memoria.
Parece muy sencillo de entender, pero un buen número de historiadores no lo han hecho, no lo han intentado o lo entienden, pero prefieren criticarlo y minusvalorar otros caminos para conocer la historia para invisibilizar la represión franquista. Es verdad, la terrible violencia desatada en la provincia de León por los golpistas de 1936 no está contada en ningún archivo militar, porque se llevó a cabo en la clandestinidad al margen de cualquier legalidad, incluida la de la propia dictadura, aunque sus autoridades fueran los auténticos promotores.
Pocas cosas hay menos inocentes que el lenguaje. Si alguien que desconoce o apenas conoce la historia lee el artículo de Fernández Llamazares con esa inclusión en el título de “la guerra civil” puede imaginar una provincia sembrada de trincheras, unas frente a otras, con dos ejércitos enfrentados. Utilizar esa terminología ya nos está revelando que el autor nos quiere llevar a un lugar interesado cuando en esta provincia hubo poca guerra y muchos grupos de pistoleros falangistas asesinando a civiles desarmados.
Dentro de ese contexto de la tribuna, es llamativa la reivindicación que hace el autor de la figura de Joaquín Arrarás, más hagiógrafo que historiador, que dedicó su obra a publicitar la cruzada franquista, que justo después del golpe de Estado corrió a publicar una biografía de Franco, como buen cortesano del dictador, Franco, (Imprenta Aldecoa, 1937) y a esconder los crímenes de la dictadura, a pesar de tener acceso privilegiado a mucha documentación, que para llevar a cabo la gran enciclopedia de la cruzada española, ilustrada por otro maquillador del régimen, Carlos Sánz de Tejada. Todos esos méritos hicieron que el dictador Francisco Franco condecorase a Arrarás con la Gran Cruz de Isabel la Católica, el 1 de abril de 1964, cuando se conmemoraron veinticinco años de la victoria.
Pero volvamos a la cuestión de la guerra en León, la fiabilidad y la importancia de los archivos militares. Mi abuelo se llamaba Emilio Silva Faba, nacido en Pereje en 1892, que había emigrado a Argentina y Estados Unidos y a su regreso abrió un almacén de coloniales en Villafranca del Bierzo, llamado La Preferida y tras la proclamación pacífica de la Segunda República comenzó a militar en Izquierda Republicana.
El cuerpo de mi abuelo fue exhumado hace casi veinticuatro años en una cuneta en Priaranza del Bierzo. Ha sido la primera víctima de la represión franquista identificada por una prueba genética en España. Durante mi infancia, que transcurrió en la misma ciudad en la que nació Arrarás, lo que yo sabía de mi abuelo es que había muerto en León en “esa guerra civil”, de la que hablaba Fernandez-Llamazares.
Con el paso del tiempo, la localización de la fosa y la búsqueda de información entendí que en Villafranca del Bierzo no existió esa guerra. Nunca hubo enfrentamientos armados, trincheras disparando, tanques conquistando posiciones o bombardeos de aviación. Simplemente el golpe de Estado triunfó sin resistencia y quienes representaron a esa nueva España se pusieron sus camisas azules, calentaron los gatillos y se dedicaron a sembrar las cunetas leonesas de cadáveres de civiles.
En ningún archivo de ninguna parte he encontrado una sola referencia al asesinato de mi abuelo. En su acta de defunción dice que murió a causa de la lucha nacional contra el marxismo. ¿Puedo seguir diciendo después de todo lo que sé que mi abuelo murió en la guerra? ¿Puede decir eso Fernández-Llamazares o cualquier otro historiador?
En la transición española y durante tres años el Estado franquista que sobrevivió a la muerte del dictador se dedicó a quemar toneladas y toneladas de documentos. El responsable fue un leonés de esos que prefieren hablar de guerra civil, Rodolfo Martín Villa. En la primera parte de sus memorias el político conservador Óscar Alzaga, La conquista de la transición 1960-1978, (Marcial Pons 2021), arranca el relato con un capítulo dedicado a esa quema de documentos que posibilitó crear una versión edulcorada de la dictadura, esconder las violaciones de derechos humanos y blanquear la biografía de algunos “insignes franquistas” que pretendieron y consiguieron ser “insignes demócratas”. Hasta el entonces director del Archivo Histórica Nacional, Luis Sánchez Belda, alto cargo cultural del franquismo, se opuso pública y notoriamente a esa quema de documentos que estaba privando a la sociedad de un importante patrimonio histórico. Cuando hoy hablamos de la posibilidad de encontrar la historia en los archivos debemos tener en cuenta que los que han llegado hasta el presente son los que no necesitaron quemar, porque ese inmenso expurgo se hizo desde el Gobierno y con total impunidad.
Lo que he averiguado sobre lo que le sucedió a mi abuelo es una mezcla de relatos familiares, memorias de gente mayor de la zona, alguna página de la Parroquial Berciana de los años 30 y algún documento que con terror guardó mi familia escondida durante décadas. Uno de ellos es este 'pagaré' que dice que: “La Comisión constituida para reunir fondos necesarios para el sostenimiento de las milicias de Falange, que tan importante servicio prestan de guarnición y vigilancia nocturna en esta Villa, y para cooperar al triunfo que representa la salvación de España de manos del comunismo ruso, a estimado procedente señalar a Ud. Para dichos gastos la aportación de 75 pesetas, que deberá ingresar en el plazo de 3 días, y por cuyo pago quedaremos muy reconocidos. Villafranca 28 de agosto de 1936. Por la comisión. El alcalde. Enrique López”.
Ese documento me ayudó a comprobar cómo a mi abuelo le obligaron a comprar su asesinato. Cómo le fueron confiscando sus bienes hasta que un 16 de octubre de ese mismo año fue detenido ilegalmente, llevado en un camión junto a otros compañeros a una cuneta de Priaranza del Bierzo y asesinado de dos tiros, como bien pudieron documentar los arqueólogos y forenses que llevaron a cabo la exhumación.
Ni en Trabadelo, ni en Pereje, ni en Villafranca, ni en Corullón ni en Cacabelos, ni en tantos otros pueblos leoneses hubo guerra en 1936. A estas alturas utilizar esa terminología al margen del golpe de Estado y de la represión de quienes lo apoyaron es muchas veces un acto de inercia, pero en otros casos es una estrategia de ocultación. Los pistoleros falangistas que se armaron e uniformaron en la provincia de León no se levantaban por las mañana para ir al frente, a tratar de conquistar una posición mientras se disparaban con otros adversarios. Iban de casa en casa, sacando a la fuerza a civiles desarmados y con la tranquilidad de ser premiados por sus cacerías sembraron las cunetas y los cementerios de fosas comunes.
Muchas de esas cosas que se conocen han llegado al presente a través de la memoria. Los cuerpos que aparecen en las fosas son hechos físicos, documentos incuestionables, que contienen el potencial de gritar a través de la ciencia genética el nombre del cuerpo al que pertenecieron.
La historia no es una ciencia, no es una fotocopiadora del pasado, es una narración que tiene que ser el resultado ético de acudir a todas las fuentes posibles que puedan aportar información para convertirla en conocimiento. La memoria que señala los lugares de las fosas, los nombres de los asesinos o el dolor de las familias que buscan un desaparecido son hechos históricos. Y no entender ni apreciar su valor parece más un ejercicio ideológico que un intento por conocer lo que realmente ocurrió.