Caminas por la calle Velázquez y te cruzas con mujeres grandiosas con pamelas eternas y vestidos azules como el océano. Caminas por el barrio de Almagro y hay trajes que caen sobre hombros de hombres que podrían ser perchas perfectas. Caminas por la calle Serrano y aprecias tacones de diseño y piernas bronceadas incluso cuando el otoño ya comienza. Caminas por los barrios altos y se te aparecen coches que parecen misiles silenciosos que llevan dentro pasajeros tan seguros de sí mismos como el airbag que guardan. Caminas por la ciudad del norte y te cruzas con niños uniformados perfectos y madres que podrían no serlo. Mujeres cama adentro, que cuidan y aman, incluso a estirpes ajenas.
Caminas una capital cualquiera y parece que la luz y la belleza están de parte de unos pocos. O no, lo raro es que ocurre al revés, la luz y la belleza pueden estar en muchos lugares pero sólo en algunos parece real. Y es real. En otros se valora el intento de vestirse con la última propuesta de una marca popular que, sin embargo, aceptamos como suficiente.
Enciendes la tele cuando vuelves a casa y ves una noticia que se parece demasiado a una posibilidad cercana. Ves que en Cascais, al lado de Lisboa, en la vecina Portugal, ya hay un asentamiento de trabajadores precarios que viven justo detrás de una de las escuelas más exclusivas del país. Un colegio inglés donde esos niños uniformados que pueden estar en Madrid, en Buenos Aires o en París, por ejemplo, son llevados y traídos para que mañana puedan reconocerse como esos pasajeros seguros que te cruzarás por la calle en sus autos silenciosos y tal vez incluso eléctricos.
Mientras tú, tal vez, seguirás quemando combustible fósil y preocupándote por un cambio climático que arrasa tu propia vida sin suficientes herramientas para vencerlo. Mientras, tú, seguirás mirando el enésimo anuncio inmobiliario y haciendo unas cuentas que no salen porque, igual que los compañeros lusos, verás que tu salario, si lo tienes, no llegará a un recodo digno en el que reposar tus huesos.
Y escuchas la radio y ves que hay una droga nueva que se llama fentanilo y que curiosamente produjo la industria farmacéutica y que hay miles y miles de personas que se pasean como zombies en calles de EEUU que antes podrían estar habitadas por familias, tal vez trabajadores comunes y corrientes. Pero los centros de negocio de las grandes ciudades también se vacían porque los nómadas digitales prefieren Lisboa, Barcelona, Madrid... Who knows? Y dejan en su lugar a fantasmas de piedra.
Pero entonces enciendes la tele otra vez y ves una huelga extraña en la que un presidente que tachan de viejo gagá tiene un altavoz entre los dientes. Sale a hacerse cargo de una huelga el mismo día que otra, muy potente y muy importante, se pone fin en ese mismo territorio. Los guionistas, los que hacen que tu vida a veces tenga más sentido que ninguna otra realidad, lograron un acuerdo épico. Esencial en un momento tan vertiginoso como los tacones que pasean por el centro limpio y jugoso de las grandes capitales europeas: un acuerdo que pone a sus pies a la Inteligencia Artificial y no al revés. Un acuerdo en el que sus salarios tienen lógica para el lugar en el que residen. Un acuerdo que se hizo, como toda la vida, peleando duro y parejo, organizándose en comunidad y sabiendo que nadie, ni siquiera tú que estás leyendo esto, te salvarás solo.