Memorias de la montaña (XII): los bichos

Por las laderas, bosques y cerros de la montaña leonesa caminan osos, lobos, zorros, venados, jabalíes, corzos, ciervos, tejones o gatos monteses. Y en sus ríos y regueros encontramos truchas, nutrias o escurridizos desmanes ibéricos. De niños solíamos escuchar con los ojos como platos todas aquellas historias de osos o de lobos que contaban los paisanos más mayores delante de un vaso de vino, unos relatos que encendían nuestra imaginación infantil y que resuenan ahora en la memoria como esas otras aventuras de lugares lejanos que veíamos en el cine. Pero cuando hablamos de bichos no nos referimos a toda esa riqueza faunística que late en las verdes entrañas de la montaña, ajena al desorden del mundo. Cuando recordamos los bichos con los que andábamos siempre maquinando nuevas e infinitas correrías pensamos en criaturas más prosaicas: saltamontes, libélulas, lagartijas, renacuajos, ranas, sapos, salamandras, lombrices, mariposas, vencejos, gorriones, culebras, cangrejos, caracoles, ratones o aquel grillo cuya agónica muerte ya mereció un capítulo propio entre estas azarosas memorias de la montaña.

Los renacuajos y las ranas se podían encontrar en casi cualquier masa de agua estancada a la que pudiéramos tener acceso, en realidad encontrábamos todos esos anfibios que ahora son una rareza que sobrevive a duras penas a la presión humana, como los tritones o aquellas salamandras amarillas y negras que cazábamos en los lagos del camping y que lucían brillantes y exóticas ante nuestros ojos. Los renacuajos los pescábamos en el Arbejal en cualquiera de las formas que les iban transformando poco a poco en una hermosa rana. Los llevábamos a casa en botes o en un caldero, y podíamos seguir en directo la misma fascinante metamorfosis que veíamos dibujada en todos esos libros de animales que nos dejaba ojear don Enrique en la biblioteca del pueblo por las tardes. Otras veces los volcábamos sobre el caño de plaza, y esperábamos con morbosa excitación a que llegarán las primeras vacas a beber y aspiraran por su enorme boca a los desdichados proyectos de batracio.

Con los insectos cometíamos verdaderos genocidios, actos por los que en estos tiempos tan edulcorados seríamos sin duda reprobados con firmeza. Pero entonces no había esa sensibilidad ante unos bichos que convivían con nosotros y que eran simplemente eso, bichos. Si encontrábamos un refugio de hormigas rojas, por ejemplo, lo arrasábamos con agua, alcohol de farmacia o directamente meando sobre él; como si esas pobres criaturas cuyo único pecado había sido el ser bendecidas por la naturaleza con la posibilidad de picar a cualquier agresor y siempre en defensa propia, fueran en realidad soldados del Vietcong y nosotros el ejercito norteamericano rociando su territorio con Napalm. Aunque al resto de hormigas las observábamos con fascinante curiosidad mientras laboraban sin descanso, especialmente a las cabezonas hormigas soldado. 

Salir a la calle y mirar a los caracoles trepando sin prisa pero sin pausa un muro después de la lluvia, o a las nerviosas lagartijas ocultándose en cualquier grieta, era uno más entre los interminables juegos que siempre sucedían en la calle. Como rescatar a un vencejo caído sobre el asfalto para llevarlo a la ventana de la galería y lanzarlo con fuerza hacia el cielo, para que pudiera recuperar su vuelo infinito sobre el paisaje. O como llenar la bañera de casa con cangrejos capturados en la presa del Soto, para desesperación de tu madre pero obteniendo un prestigio intachable entre los compañeros de cacerías y barrabasadas. Al menos hasta que a la mañana siguiente viniera uno de ellos con el cadáver de un gorrión en sus manos y diciendo que lo había cazado con el tirachinas y de un solo tiro, convirtiéndose así al instante en el más admirado y respetado de nuestra pequeña sociedad de asilvestrados granujas. 

El nuestro era un reino infantil e independiente al que por supuesto no tenían acceso los adultos y que se regia por sus propios códigos, donde el héroe era el que más rápido trepaba los árboles, el que había cazado una culebra con sus manos, el que había robado más manzanas, el arquitecto de la mejor caseta o el mentado más hábil tirador de tirachinas de la villa. Y un universo que también había creado su propia mitología, una que solo conocíamos los chavales de entonces y cuyas hazañas corrían como la pólvora, de boca en boca y de barrio en barrio, entre la Plaza y las Eras, entre la Corredera y la Estación. Nuestro día a día era ajeno a los adultos y a las pantallas, la historia del mundo cabía en el pueblo y solo existía la ley de la calle. Entonces no sabíamos el significado de la palabra virtual, todas las experiencias que acabarían marcándonos sucedían en crudo, era la vida abriéndose paso ante nuestra mirada, sin filtros ni maquillajes. Nuestra educación sentimental tiene mucho que ver con todas esas aventuras sin fin y sin guión que llenaban aquellos eternos días de infancia, con esos años en los que crecimos libres y expuestos a la naturaleza, observando y lidiando con todos esos bichos que terminarían siendo actores principales e insospechados de nuestro aprendizaje vital.

👉 Continúa en la entrega XIII: la bicicleta