En un bar cercano a la librería Antonio Machado vi a un hombre llorar porque llevaba veinte años en el mismo trabajo. Lo detestaba. Me habló entusiasmado de cine, de muestras de arte, de música: convenimos que lo que más nos gustó del documental sobre Fito Paez era eso, que se veía con claridad que era un músico en serio, te guste o no. Años y años de aprendizaje atrás, de clásicos y modernos para llegar al piano y romper todo para fabricarlo de nuevo en cada acorde, en cada canción que solía corear un estadio entero. Sin embargo ahora en el Luna Park se aplaude a un delirante que congela corazones: la internacional de la extrema derecha jugando a matar en forma de show. Ese hombre lloraba sin lágrimas porque amaba el arte, porque podía soñar y, sin embargo, vendía seguros a cambio de plata. Dónde está la libertad, carajo, dónde. Sin duda, en otro lugar.
He visto a una fotógrafa colombiana gritar en la Gran Vía al verme salir con el mítico Juan Cruz del Círculo de Bellas Artes: ¡Juan, Juan, pero Juan! Y, en consecuencia, he visto a toda una terraza entera asustada pensando que sucedía algo en un Madrid que ya no está en los 90 y entonces esa voz parecía un exceso incomprensible. Y la que gritaba con el pelo amarrado al viento de una primavera poco usual, nos hizo fotos alborotadas y dijo que le importaba un carajo que le mandasen callar, que no lo iba a hacer, ni hablar. Nunca veré esas imágenes. El caos era tan enorme que intercambiar un teléfono parecía una odisea y, además, hubiera roto la magia de ese momento salvaje en el que antes uno se desencontraba sin más y guardaba el instante dentro, sin posibilidad de retorno.
He visto un gato gris en un club privado contonearse sobre un sillón Chester. He deseado volver a fumar un habano en una terraza casi tan alta como el Teleno que observo frente a mi cama. He caminado por las calles del Barrio de las Letras preguntándome de qué sirve ser escritora y, sobre todo, de qué sirve no serlo. Me he respondido que para tener un refugio en el que encontrarse cuando la marejada te arroja.
He visto dos películas italianas a horarios incomprensibles. En una había una mujer a la que pegaban en blanco y negro y bajo una música de baile perfectamente coreografiada y en otra, había una quimera que se buscaba en forma de utopía anarquista bajo la tierra. Ladrones de tumbas con un líder dispuesto a seguir en la pobreza por salvar el arte que admiraba y vendía a la vez en el mercado negro.
He paseado por un Madrid lluvioso para encontrarme con un viejo amigo. Hemos pagado una cuenta a medias en un bar conocidísimo del que nos han echado si no queríamos abonar veinticinco euros cada uno para asistir al concierto que estaba por empezar. Hemos amenazado con irnos y, es más, ¡nos hemos ido!, mientras pensábamos qué hacer esta vez para escribir y comer sin perder la dignidad. Madrid no era así. Y no, no lo era, pero de vez en cuando aparecen fotógrafas colombianas dispuestas a gritar contra el aburrimiento, hombres que tienen fuerza para dejar sus grises oficinas y gatos que amenazan con arañarte si no eres lo suficientemente valiente como para ser quien realmente eras.
Y entonces he mirado a los ojos de la noche en una ciudad que ya no es mía, ni de casi nadie, y he visto ese millón de cadáveres del que hablaba Dámaso Alonso y he respirado por fin tranquila. Si el miedo no gana la partida, el futuro es nuestro. Si perdemos, volveremos a ser carroña para los cautivos. Yo siento de nuevo el aire en los pulmones y duele: es el precio de estar viva.