Hay un acontecimiento que congrega cada cuatro años a los mejores deportistas del planeta: los Juegos Olímpicos. El barón Pierre de Coubertin escribió a principios del siglo XX: “Olimpia y las Olimpiadas son símbolos de una civilización entera, superior a países, ciudades, héroes militares o religiones ancestrales”. El fundador de los Juegos Olímpicos de la era moderna tuvo que pelear contra la incomprensión y el rechazo de muchos de sus coetáneos para defender su sueño de organizar una competición deportiva que, inspirada en aquellas celebraciones religiosas, culturales y deportivas con que los griegos honraban a sus dioses en la ciudad de Olimpia, fuera un símbolo de unión y fraternidad entre los pueblos del mundo. Un espíritu que condensaría años después en la histórica y hermosamente ingenua frase pronunciada durante su discurso olímpico de 1908, en Londres: “Lo más importante no es ganar, sino participar”.
En los últimos juegos que tuvieron como Presidente del COI al idealista barón, precisamente también en París pero en 1924, destacó por encima del resto un nadador estadounidense: Johnny Weissmuller. Fue el primer hombre que bajó del minuto en los cien metros libres, ganando tres oros. Pero siempre lo recordaremos por haber sido el mejor Tarzán de la historia del cine. El suyo no es el único caso de atleta olímpico que termina trabajando como actor. Además de él, el caso más notorio fue el de Errol Flyn, uno de los integrantes del equipo australiano de esgrima en los juegos de Los Ángeles de 1932. Y un extraordinario actor que, al poco tiempo, logró cautivar a millones de espectadores protagonizando numerosas e inolvidables películas de aventuras.
Son muchas las buenas películas que tienen a los juegos como fondo argumental, sea de forma central o tangencial: La soledad del corredor de fondo (1962), Munich (2005), Richard Jewell (2019), The Swimmers (2022), 42 segundos (2022)… Aunque probablemente lo primero que nos viene a la cabeza cuando pensamos en cintas ambientadas en la fiesta olímpica son los acordes que Vangelis compuso para Carros de fuego (1981), la historia de dos jóvenes corredores británicos de distintas clases sociales que entrenan con el mismo objetivo: competir en la Olimpiadas de París de 1924.
Pero sin duda es en el género documental donde nos topamos con las mejores obras sobre olimpismo. Un formato que ha sabido conciliar con el lenguaje cinematográfico toda la belleza y armonía que se cobija en los cuerpos de los atletas. Y hay una película que se erige, colosal y audaz, entre todas las demás: Olympia (1938), de Leni Riefensthal. Cuenta la cineasta alemana, en sus Memorias, cómo sintió el primer latigazo de inspiración, cómo arraigó en su imaginación el germen de una de las más sublimes y vigorosas experiencias estéticas que ha dado el cine: “De pronto vi que entre jirones de nubes surgían lentamente las antiguas ruinas de los lugares clásicos de Olimpia y desfilaban los templos y esculturas griegas. Las estatuas se transformaban en danzarinas de los templos griegos que se disolvían en el fuego olímpico que prende en la antorcha y desde el templo de Zeus es llevado hasta el moderno Berlín de 1936. Un puente tendido entre la antigüedad y la época modernista. Así sentí visionariamente el prólogo de mi película olímpica”. El resto ya es historia. Desde entonces, nadie ha conseguido captar y exaltar la poética del deporte como lo hizo Riefensthal. Y nunca hemos vuelto a ver a los atletas gobernando la arquitectura del aire como en Olympia, con sus siluetas recortadas sobre el cielo luminoso de Berlín. Antes de que la guerra lo oscureciera todo.