Mauricio Peña, el fotoperiodista de la historia reciente de León: “En la era de la imagen se hacen las peores fotografías”

Mauricio Peña tenía el pelo a lo afro y todo el futuro por delante en 1980. Venía de hacer su primera fotografía para Diario de León al entonces vicepresidente de la Diputación Provincial Javier Fernández Costales cuando le echaron el alto a las puertas del Gobierno Civil. Desde allí llamaron al rotativo para cerciorarse de que aquel joven con pintas de Bob Marley era su nuevo fotoperiodista. Cuando regresó a la redacción le esperaba el director, Íñigo Domínguez, con 100 pesetas para que pasara por la peluquería. Sansón perdió la fuerza cuando le cortaron la cabellera. Aquí todos salieron ganando: Mauri hizo de una pasión su forma de vida, el periodismo leonés dio un salto de calidad al tiempo que fue ganando cancha la parte gráfica y la provincia encontró a quien más y mejor ha contado en imágenes su historia reciente. Cuarenta y cinco años después, se corta la coleta y cuelga la cámara dejando un colosal legado y un inusual consenso en torno a su calidad profesional y humana: él es historia.

El día en que tomó la alternativa ya se había enamorado del periodismo. No fue un amor a primera vista, sino el resultado de una sucesión de acontecimientos: llegó por audacia y se quedó por ingenio. Tenía 14 años cuando oyó en su pandilla de amigos en la piscina del Hispánico que hacía falta personal para embuchar periódicos en Diario de León: se escapó de casa de madrugada, llamó a las puertas del rotativo (entonces en Pablo Flórez, cerca de la Catedral), le dijeron que pasara, y así comenzó. Luego uno de los repartidores se iba del trabajo y ya había pensado en dejar su listado en la redacción cuando Mauricio Peña le hizo cambiar de idea: lo acompañó durante unos días para aprenderse el recorrido de memoria y garantizar el relevo, y así se quedó. Cuando en 1980 una huelga acabó con el despido del fotoperiodista Fernando Rubio, a Mauri ya le había entrado el veneno del periodismo palpándolo en horas de espera en un sofá de la redacción de madrugada hasta empezar el reparto: la adrenalina del cierre, el ruido de los teletipos y “sobre todo, el olor a la tinta”.

La fotografía le venía ya de la infancia por medio de un cura amigo de sus tíos. Hijo del calefactor de la Audiencia Provincial de León, Mauricio Peña se crio en el edificio. Allí, en el sótano junto a las calderas, se hizo su propio cuarto oscuro. Y revelaba en unos platos viejos de la cocina con apenas 10 años de edad. Cuando se convirtió en fotoperiodista, ya tenía muchas de las claves técnicas. Y el trabajo “era mucho más sencillo entonces”, basado en una premisa simple: sacar imágenes de “mesa y público” de cada acto. Peña era el único fotógrafo en plantilla del periódico para toda la provincia, pero la mayor parte de la tarea se circunscribía a la capital con una agenda cargada. “Aquí había muchísima información. Recuerdo de tener días con ocho cosas a las ocho de la tarde”, rememora. “Se hacía poca provincia”, añade para limitar los desplazamientos a hechos excepcionales, como aquel día de 1984 del accidente por un escape de grisú que se cobró la vida de ocho mineros en Fabero.

Fue a principios de los años ochenta cuando confluyeron dos personalidades y un momento histórico. El periodismo leonés afrontaba su propia transición, paralela a la política en España. “Mauricio era ya entonces el mejor periodista de Diario de León, con mucha diferencia. Fue el que más me enseñó”, cuenta Jesús Egido, que aterrizó como becario tras colarse en el Hotel Palace de Madrid y mandar sus crónicas del 23F. “Jesús Egido a mí me enseñó a ver la fotografía de prensa, me enseñó el fotoperiodismo”, devuelve Peña al citar cómo se salían del circuito local para revisar lo que publicaban otros periódicos como La Nueva España o El País. “En León no había entradillas. Y la foto más grande que se publicaba era a dos columnas”, señala Egido para ilustrar el cambio con instantáneas “espléndidas” de Peña a cinco columnas de figuras del mundo de la cultura como Antonio Gamoneda o Luis Mateo Díez, muchos años antes de ser Premio Cervantes.

Las lecciones iban mucho más allá de lo técnico. “Nos decía que no fuéramos cobardones, que no hiciéramos la pelota y que tuviéramos dignidad. Quería que no nos acomodáramos”, rescata Egido al recordarse viajando con el fotoperiodista a los mandos de un R-8. “Él sabía dónde estaba la noticia. Y yo no sabía nada. Él conocía a todo el mundo. Era el que más pateaba la calle. Era muy buen compañero. Y si había algún problema, ya sabías que tenías detrás el flash de Mauricio cubriéndote las espaldas”, añade. De aquella retroalimentación (“fue entonces cuando de verdad empecé a hacer fotografías”, sostiene Peña) se benefició el periodismo de la provincia, que en 1984 vio perder La Hora Leonesa (César Andrés, su célebre fotoperiodista, le hacía de cicerone las primeras veces que pisaba cada institución) y en 1986 asistió al nacimiento de La Crónica de León.

El nuevo periódico fue una revolución. Surgido de una escisión en el Consejo de Administración de Diario de León, hasta seis firmas hicieron también la transición: Óscar Campillo, Rafa Blanco, Benigno Castro, Lolo, Jesús Egido y Mauricio Peña. Testigo de aquel desembarco fue Yolanda Álvarez de la Cruz, entonces en la recepción de La Crónica, en la que luego sería secretaria de dirección. “Mi primera impresión fue que era una persona tímida”, dice sobre Peña, con el que acabó trabando una relación laboral y personal. “Todo lo que puedo decir de él es bueno. Es un profesional como la copa de un pino. Y en lo personal es entrañable: una persona muy íntegra y muy generosa”, añade sin dejar de anotar lo que le dijo cuando el Ayuntamiento de León le concedió hace apenas unas semanas la Insignia de Oro de la Ciudad: “Eso es poco; para ti, de platino”. Álvarez de la Cruz aporta otro detalle revelador: “Todos (los redactores) querían que Mauricio fuera con ellos”.

Mauri es la mayor demostración de que un fotógrafo no es la cámara, sino el ojo del fotógrafo. Él ve las fotos. Vas con él, pega un frenazo, se apea y marcha corriendo porque ha visto una foto no sé dónde. Y luego vuelve 15 veces porque no es buena la luz

La Crónica de León nació en tiempos convulsos. La lucha estaba en Riaño. Y allí estaba la foto. La imagen icónica de Vicente y Paz, él calzando madreñas y con una vara en ristre frente a los antidisturbios, ya había aparecido cuando, tras un interdicto, tocó una noche cerrar el periódico ya de madrugada, salir pitando con Óscar Campillo, echarse en la cama vestidos y levantarse a las 7.00, al toque de las campanas, con la Guardia Civil entrando a caballo para empezar los desalojos. “Mi rutina luego esos días era salir de León hacia las siete de la mañana, llevar un bocata y una Coca-Cola, volver a las ocho o las nueve, revelar todo y salir del periódico hacia la una”, relata. La foto, la que quedó en el imaginario colectivo de la provincia sobre la inundación de Riaño, no fue portada de La Crónica y sí de El País, para el que colaboraba entonces como corresponsal.

La realidad y el periódico se fueron normalizando al mismo tiempo. Jesús Egido asumió tareas de adjunto a la dirección y Mauricio Peña de jefe de Fotografía. “Él era un editor gráfico magnífico. Él ya tiene en la cabeza la foto que va a salir al día siguiente”, dice Egido sobre Peña, que acabó encontrando al segundo periodista clave en su carrera en el que se convirtió en director, Óscar Campillo. “Fue el primero que me dio libertad para poder publicar las fotos que yo quería. No las elegían los redactores. Y cuando alguien protestaba, decía: 'Lo ha decidido Mauricio'. Y eso no se paga”, dice sobre Campillo, que lo llamó a su casa un fin de semana que libraba una noche de sábado de marzo de 1992 para citarlo al día siguiente a las 6.00 horas a falta de respuesta cuando pidió voluntarios en la redacción para madrugar y plantarse en Villablino. “Todos agacharon la cabeza”, le dijo Campillo a Peña de camino a la primera (el fotoperiodista, que un año antes ya había retratado en los vestuarios el cierre de Hulleras de Sabero, insiste en que la única de verdad) Marcha Negra.

El camino con los mineros hacia Madrid fue otra odisea. El testigo como redactor lo tomó Fulgencio Fernández, que recuerda las apreturas en un Ford Fiesta que el fotoperiodista “le había comprado a Yolanda” en el que regresaban cada jornada de noche a León para publicar las noticias y las fotos y volver a la carretera (con los mineros cada vez más lejos) a primera hora de la mañana siguiente hasta llegar a la capital de España. Para entonces Fernández ya tenía a Peña por “un gran compañero” que le sugería (“sin ser invasivo”) fotos para ilustrar las primeras crónicas de balonmano del Ademar. “Mauri es la mayor demostración de que un fotógrafo no es la cámara, sino el ojo del fotógrafo. Él ve las fotos. Vas con él, pega un frenazo, se apea y marcha corriendo porque ha visto una foto no sé dónde. Y luego vuelve 15 veces porque no es buena la luz”, cuenta Ful, el tercer plumilla de referencia para Peña. “Con Fulgencio”, remata el fotoperiodista, “he descubierto un mundo distinto, un mundo aparte, un mundo de personajes inéditos que tienen historias vitales maravillosas para contar”.

Mauricio es un referente en este oficio por su capacidad para buscar y encontrar la foto periodística, la foto informativa

Para no correr el riesgo de reducir la trayectoria de Mauricio Peña a aquel paisano rebelándose contra el pantano de Riaño o aquellos mineros que tiraban la ropa en los vestuarios de Hulleras de Sabero mientras un valle quedaba desnudo, Fulgencio Fernández amplía el repertorio a otras cuatro instantáneas: el primer plano de un niño saharaui que se quedaba al margen del programa vacaciones en paz (y a primera hora del día siguiente ya estaban todos acogidos), la puerta del cementerio de Manjarín (“paramos a las once y el cabrón hizo la foto a las cuatro esperando por la luz”), la escultura de Amancio González en homenaje a los represaliados en Carrocera (“estuvo yendo 15 días hasta tener el fondo; odia los cielos azules”) y un papón rezando con la iglesia vacía en Semana Santa (“no sé si la haría con una cámara pequeñina que a veces lleva”).

Mauricio Peña encontró otros cómplices en sus compañeros de fatigas detrás de las cámaras, tanto los propios como los ajenos. Fue en una de sus primeras coberturas en Madrid cuando alucinó con los codazos y se refugió junto a un colega de El País, Ricardo Gutiérrez, que le dijo una frase que le quedó grabada: “En Madrid hay un lema: es tan buena la mejor foto que puedas hacer como aquella que no dejes hacer”. Las cosas en León son diferentes. “Aquí eso jamás nos ha pasado”, dice para citar a compañeros de plantilla desde Secundino Pérez hasta Saúl Arén pasando por José Manuel López (“yo estaba estancado y aprendí muchísimo de él”) a fotoperiodistas de la competencia que también son amigos hasta el punto de que han sido los promotores de varios de los homenajes que está recibiendo estos días al hilo de su retiro profesional. “Y me la han liado”, dice con resignación, “porque cualquiera que me conoce, ellos los primeros, saben de sobra que mí todas estas cosas no me gustan”.

“Yo ya me fijaba en él antes de conocerlo”, apunta el fotoperiodista Javier Casares, que tomó un primer contacto personal y profesional cuando trabajaba en la revista Campus que se imprimía en la vieja sede de La Crónica junto a la plaza de toros y lo intensificó cuando hace ya más de 30 años entró a trabajar en Diario de León. “Mauricio es un referente en este oficio por su capacidad para buscar y encontrar la foto periodística, la foto informativa”, indica Casares, ahora en la Agencia EFE, para reconocer una ascendencia: “Él sabe escuchar. Atiende tus preguntas. Y te hace ver otros puntos de vista”. Destaca también el “entusiasmo” por el trabajo de alguien en el que se juntan el “ser muy buen profesional” con “ser muy buena persona”. “Conocerlo es la suerte que he tenido”, añade Casares, quien ha compartido tantos ratos que se recuerda en una romería en la Maragatería dándole a Peña casi en primicia la noticia de que iba a ser padre por segunda vez.

Por el camino llegaron las crisis. La económica dejó a la provincia tiritando. Y Mauricio Peña no ahorra la autocrítica. “Siempre he tenido la teoría de que en León echas a todos los leoneses y lo repueblas con gente del norte de Europa, y seríamos una potencia mundial por todo lo que tenemos. Pero los leoneses a veces somos malos para nosotros mismos. Cada vez que alguien destaca, lo machacamos”, sentencia rehuyendo los discursos lastimeros: “Y yo, que reconozco que Valladolid nos ha quitado muchas cosas, también digo que un recibimiento como el que se hizo en Valladolid a la primera marcha minera no se hizo en ningún sitio. Igual es que nuestros políticos no han sabido defender nuestros intereses”. La crisis del periodismo va más allá de la coyuntura, la que acabó en 2013 con el cierre de La Crónica de León. “Para mí aquello fue muy jodido”, reconoce. Óscar Campillo, que madrugaba para despedirlos cada mañana en aquella primera Marcha Negra, cogió un taxi desde Madrid (era director de Marca) cargado de cervezas: “Y le eché la bronca. Le dije que a ver si ahora se celebraban los cierres. Discutimos muchas veces. Pero siempre era por hacer un buen periódico”.

Apenas unas semanas después, La Nueva Crónica abrió otra página del periodismo leonés. Sin dejar de agradecer a la familia Lesmes la apuesta a contracorriente por lanzar un periódico en papel, Mauricio Peña fue constatando la deriva del sector. Había ya torcido el gesto con las Marchas Negras de 2010 y 2012: “En la primera recibían a los mineros con aplausos y abrazos; en la última iban delante tirando petardos y la gente cerraba las puertas y se escondía. Estaba ya todo mediatizado”. La pandemia abrió otra brecha: “Me demostró una vez más la muerte del periodismo. Yo no dejé de salir. Salía todos los días. El redactor y el fotógrafo eran como la pareja de la Guardia Civil: iban juntos a todos lados. Yo llevo muchos años yendo solo a todos los sitios”. Por el medio tuvo un percance de salud en la vista (“y recuerdo el primer día de regreso al trabajo como si fuera flotando por el aire”) que lo llevó a prolongar un año más su jubilación. Mucho después de aquel entierro de los mineros de Fabero en 1984, todavía le tocó despedir al trabajador de Torre del Bierzo fallecido en otro escape de grisú: el pasado 31 de marzo en Cerredo (Asturias). “Y fue vergonzoso y humillante. Había políticos cuando nunca aparecían en los entierros mineros. Fue un espectáculo lamentable de los políticos y de la prensa también, con todas las televisiones en directo”.

La pandemia me demostró una vez más la muerte del periodismo. Yo no dejé de salir. Salía todos los días. El redactor y el fotógrafo eran como la pareja de la Guardia Civil: iban juntos a todos lados. Yo llevo muchos años yendo solo a todos los sitios

Peña cuelga la cámara en un cambio de era, a las puertas de lo que parece la desaparición o la reducción al mínimo de los periódicos en papel, el factor que lo enganchó al oficio. “Mauri dio la batalla por la dignificación de las fotos. Con la complicidad de Jesús Egido, hubo un cambio radical en el diseño. Y ahora siente que la está perdiendo”, diagnostica Fulgencio Fernández. El fotoperiodista, que lamenta la invasión de los teléfonos móviles, la espectacularización y la información programada y enlatada en los gabinetes hasta limitar el margen de maniobra para sacar ángulos diferentes, da en dos pinceladas sendas lecciones que deberían impartirse en las facultades de Periodismo. “Vivimos en la era de la imagen y es ahora justamente cuando peores fotografías se hacen”, lamenta para remarcar la paradoja, a la que suma las exigencias de inmediatez en el trabajo: “Y esa velocidad y ese vértigo van en contra de la calidad de la información”.

Aunque se jubilará oficialmente en mayo, Mauricio Peña vivió el pasado miércoles 23 de abril su última jornada de trabajo. León pierde una perspectiva. “Él va más allá. Quería que sus fotos tuvieran vida. Por eso son especiales. Porque no son una simple foto”, apunta Yolanda Álvarez de la Cruz. “Él ha creado una escuela. Ahora ya nadie entendería una foto a dos columnas”, subraya Jesús Egido, que luego ejerció en medios de Madrid y ahora es editor de Reino de Cordelia, tras considerar a Peña el “(Alberto) García-Alix de la prensa”. “Yo he trabajado con grandes periodistas y fotoperiodistas. Pero nunca he trabajado con ninguno mejor que él”, remacha. Su retiro es el fin de una pareja profesional. “Yo pierdo media vida: pierdo al amigo, al compañero, al socio y al consejero”, asume Fulgencio Fernández, que nunca empezaba a escribir sin tener antes sus fotos.

Mauricio Peña se retira, pero queda un legado que va más allá incluso de su obra. ¿No tiene defectos? “A simple vista no”, responde Javier Casares. “Fallos le veo pocos”, contesta Yolanda Álvarez de la Cruz. “Que es un cabezón”, tercia Fulgencio Fernández al recordarlo empeñado en conducir un Ford Fiesta en la Marcha Negra en lugar de otro vehículo con más comodidades que le ofrecía el periódico hasta endosarle el calificativo de “cazurro”. “Hasta cuando la cagamos quedamos de cine”, cierra Jesús Egido al recordar el día en que apareció un cadáver en el centro de León, la Policía no tenía fotógrafo a mano y les pidió el favor. Había que hacer fotos y pasárselas sin aprovecharlas para el periódico. La imagen, efectivamente, no salió publicada al día siguiente. No hubo margen para caer en la tentación. “Había salido corriendo y no metí el carrete. Así las he preparado varias veces”, dice el fotógrafo. Era la prueba que faltaba para demostrar que nadie (ni siquiera Mauri) es perfecto.