A nuestra tierra algunos la llaman zona de sacrificio pero yo la habito como el mejor lugar donde puedo sentir la vida. Otros le dicen España vacía o vaciada, pero yo discrepo: esta tierra está llena, plena, solo que quienes nombran, a veces, sin querer, no recuerdan que lo esencial, como decía el Principito, es invisible a los ojos. Y nos pertenece. Por eso vacía no, en todo caso, olvidada. Y eso puede y debe revertirse.
Siento lo esencial cuando me despiertan los rayos del sol o, si está nublado, la claridad suficiente para abrir los ojos y saber que empieza un nuevo día. Lo siento cuando pongo el café a calentar y busco la mermelada que preparamos el pasado verano gracias al ciruelo que ya habían plantado mis abuelos hace décadas o a la higuera que mi padre plantó en el momento en que también decidió recuperar el viejo patio y darle una nueva vida.
Lo siento cuando trato de conectarme a internet y va despacito aunque no haya casi nadie más abordando la misma línea. Porque a veces el viento es fuerte y no sabe que yo necesito estar presente en una reunión online importantísima. Lo siento cuando descanso y salgo a caminar con Lola y me crece al final de la espalda un punto de miedo por si me cruzo con las ovejas y, en ese momento, justo los múltiples mastines que las acompañan tienen demasiado lejos a su pastor. Lo siento también cuando Lola se me acerca demasiado si es domingo y los cazadores están más cerca que la esperanza.
Lo siento cuando muevo las piedras que construyen los muros con los que he rodeado mi casa. Unas piedras que estuvieron aquí desde hace siglos, unas piedras que tienen tonos tostados hermosos y que se colocaron en seco y aún así llevan vidas y vidas en pie observando cómo un lugar lleno de niños ahora solo sostiene ancianos.
Lo siento cuando los días en los que más se llena de gente el pueblo, salvo en verano, son aquellos en los que se celebra alguna festividad que tenga que ver con honrar a los muertos. Es difícil sentir el futuro en unos pueblos en los que, sobre todo, hay pasado.
Porque el 80% de las personas de este país habita sólo el 20% del territorio. Porque dos tercios de quienes viven en entornos rurales supera los 55 años. Y esa es la magnitud del desastre, como bien escribió la periodista zamorana Cristina García Casado, que estos días ha hecho un gran trabajo cubriendo las protestas.
Pienso que, en este despropósito, ser joven y decidir instalarte en medio de la nada es de una rareza espectacular. Digo más: es revolucionario.
Porque si la mayoría de la población depende cada vez más de un supermercado, los contrapesos se agotan. Si cada vez hay más brecha entre campo y ciudad, el entendimiento merma. Si el futuro que se ambiciona es ser profesional en una ciudad y no tocar la tierra ni por asomo, entonces tendrás que aceptar que necesitarás cada vez más dinero para poder pagar lo que quieras y comerás mejor sólo mientras más dinero tengas: a más dinero, más productos sanos y ecológicos, a menos dinero, más hidratos y transgénicos y, en consecuencia, peor salud.
Y si no quieres plegarte a toda esa lógica, te conviene convertir el pasado en futuro y poner tu propia huerta y vivir con menos o coordinarte con los que tienes cerca para asegurarte el garbanzo. Lo revolucionario pasa por descomprimir las ciudades y diversificar los modos y zonas de consumo. Si con un salario habitual no puedo tener ni techo ni comida dignos en la mayoría de las ciudades del país, entonces para qué lo quiero.
El capitalismo salvaje se frena haciendo lo posible por no depender exclusivamente de él: no estamos construyendo contrapesos, estamos jugando con sus normas. Quienes estudiamos para ser profesionales y quienes decidieron seguir abonando el campo. Todos y todas estamos a merced de la misma soga. Debemos cortarla juntos o nos ahogará a todos por igual.