Cada uno llevará esta idea al campo que más le guste o más le obsesione, desde lo político a lo social, pasando por lo artístico, que también tiene lo suyo. La idea que a mí me lo ha recordado ha sido que recientemente se ha vuelto a hablar de las acusaciones de abusos contra Kevin Spacey o Michael Jackson. En el primero, no hay más que sentencias absolutorias. En el segundo, se ha llegado a reconocer abiertamente que se inventaron historias para sacarle pasta.
Pero da igual, porque no se trata de justicia sino de poder, y el poder está en la injusticia. Cuando un colectivo se organiza para acusar a alguien, no se trata de hacer justicia, que para eso están los jueces, sino de obtener poder, para que otros teman. Y el poder se obtiene dejando claro que ellos pueden hacer contigo lo que quieran, que más te vale no criticarlos, que no hace falta que hayas hecho nada, porque les basta con señalarte para acabar contigo.
Por eso se teme más a la policía cuanto más totalitario es el país en el que opera. O los políticos. O a los clérigos, o a cualquier autoridad. La arbitrariedad es la que genera el miedo, y no la razón. Si sólo atacas a los que crees que no tienen razón, no eres un poderoso: eres un filósofo. Para demostrar poder, tienes que atacar a la verdad, a la cara, mirándola a los ojos y riéndote de ella. Para que te teman, tienes que destrozar al inocente, a sabiendas de que es inocente, y mientras él sabe que tú lo sabes. Así te temerá él y te temerán todos los de su entorno, que inmediatamente tomarán nota.
Una mecánica antigua (y bien conocida)
Esta mecánica, tan antigua y tan conocida, es la que se está imponiendo últimamente en las redes y en la sociedad en general. Hay que buscar un objetivo alto, brillante y conocido, y destruirlo, a ser posible, por nada o por muy poca cosa. Cuanto más pequeña sea la falta y mayor el castigo, mayor es el temor y mayor es el poder que se obtiene.
Mira, me rayaste el coche y maté a tus hijos. Mira, te acusamos de pederastia, te declararon inocente, pero sigues en la mierda. Mira, te compraste una casa normalita y tuviste que dejar la vicepresidencia. Mira, le diste un beso a una futbolista en una celebración y acabamos contigo. Mira, saliste a la calle sin velo y te matamos a palos. Mira, dijimos que tu marido prostituía a menores, no se puedo demostrar, pero nadie te va a rehabilitar. Mira, colgaste un chiste de mal gusto y conseguimos que te despidieran y te vamos a perseguir hasta que te ahorques.
De eso va. De escribir un código penal paralelo. De hacer justicia paralela, y si es posible, mucho mejor, injusticia. Porque si sólo se persigue a los culpables, el poder sigue en manos de lo público, y de lo que se trata es de privatizar el poder. De privatizar el miedo. De disfrazar de justicia social lo que sólo es un linchamiento, organizado por un grupo de poder y jaleado por toda esa gente que, desde siempre, asistía a las ejecuciones, semocionaba en el circo romano, o encendía las hogueras de las brujas para ver arder a las mujeres que no se podían follar.
Lo terrible de esas cosas, lo peor, es preguntarse si la víctima me gusta o no. Cuando empiezas por ahí en vez de rechazar tan repugnante mecanismo, la cosa está ya muy jodida.
Y en eso estamos.