Con los abrigos colgados a la entrada de casa, los turrones abarrotando tempranamente las estanterías de los supermercados y las canciones navideñas asomando sus notas a nuestros oídos, decimos adiós a noviembre, período de transformaciones al que dedicamos nuestro artículo de hoy.
Intentando fundamentar el origen de las leyes que rigen la política, el barón de Montesquieu expuso –entre otras cuestiones– la tesis de la correlación directa entre el clima y los tipos de temperamento humano. No discuto la validez de tal teoría; de hecho, me parece una de las propuestas más acertadas del mencionado filósofo, sobre todo si consideramos que la misma no se encuentra demasiado distante de la meteoropatía (serie de trastronos físicos y psíquicos causados por las variaciones climáticas). Y es que eso de que el déficit de serotonina y vitamina D nos puede afectar física y emocionalmente no es un secreto para nadie: el sol es la linterna natural más potente con la que contamos y, al faltarnos, nuestro ritmo vital se ralentiza, en ocasiones ¡tanto!, que hasta podríamos correr el riesgo de caer en una especie de ‘letargo del oso’ o narcolepsia enfermiza. Complace muy poco a nuestros sentidos ver cómo los tonos luminosos del atardecer devienen opacos, los árboles pierden lo poco que de follaje les queda y las temperaturas anuncian que el invierno está a la vuelta de la esquina y que, nos guste o no, llegará en breve.
Sin embargo, no hay día sin noche y no renace lo que anteriormente no muere. Así, comprendemos que noviembre representa un cambio necesario en el que la naturaleza, como todo ser vivo, se alimenta del sueño para regenerar sus funciones orgánicas. Pero hay que decir también que este es un mes interesante por sus acontecimientos y fechas.
Iniciamos con Samhaín, fiesta en la que los celtas celebraban la llegada del invierno invocando las almas de sus difuntos protectores, recitando conxuros para ahuyentar el mal y comiendo los frutos recolectados al final del verano; festividad pagana posteriormente configurada por el cristianismo como ‘Día de Todos los Santos’ y ‘Día de los Fieles Difuntos’. Luego, cuando en el siglo XIX la ceremonia de los antiguos druidas fue introducida en los Estados Unidos por inmigrantes irlandeses, vio la luz el Halloween que hoy conocemos. Sinceramente, me gustaría saber cómo el rito de las invocaciones a los antepasados y los ceremoniosos conxuros alrededor de la hoguera llegaron a transformarse en sesiones carnavalescas de fans del terror con caretas de vampiros y en rondas de niños disfrazados de monstruos que tocan a las puertas para pedigüeñar chuches: visto lo visto, en noviembre se confunden santos con brujas, bendiciones con maleficios, vivos con muertos. Y lo mejor del caso es que comemos de este estrafalario sanchoco con la esperanza de que aún nos quedan por saborear las monótonas uvas al compás de las campanadas… porque ‘año nuevo, vida nueva’, repetimos ilusos. Y felices.
Y así marcha el ‘brumario’, con sus tardes sombrías y sus noches lentas, entre conmemoraciones que en ciertas ocasiones se agolpan en el almanaque (por ejemplo, el dos de este mes se unieron el ‘Día de los Fieles Difuntos’, el ‘Día Internacional contra la Violencia y el Acoso Escolar’ y el ‘Día Internacional para poner fin a la impunidad de los crímenes contra periodistas’). Y es que en la actualidad existen más celebraciones que hojas en el calendario (valga decir que lo mismo sucede el resto de los meses), lo que podría explicar por qué algunas de ellas son prácticamente poco conocidas mientras que otras han adquirido un considerable alcance social.
Pero si algo de simbólico tiene el penúltimo y brumoso período del año, no son precisamente ni sus queimadas ni sus disfraces de Halloween ni sus atardeceres grises ni sus árboles descocados. El símbolo de noviembre ni siquiera es el escorpión astrológico como suele pensarse –¡Qué va!–, sino el bigote. Bajo el lema “cambiar la cara a la salud del hombre”, consigna de Movember (fundación internacional benéfica cuyo objetivo es recaudar fondos para la investigación centrada en las patologías del género masculino), durante todo el mes algunos caballeros se dejan crecer el mostacho para invitarnos a contribuir económicamente en esta campaña. Sin duda, bonita iniciativa, aunque no comprendo muy bien por qué el bigote y no la barba.