No hay huevos

Dice que estaba en la facultad de Sociología y tuvo una revelación. En su cabeza de repente gritó “¡Galletas!” y supo que tenía que salir corriendo de allí. No era que se hubiese dejado el horno prendido sino que se había visto, con total nitidez, treinta años más tarde, aburrida, abatida, triste, solitaria y final, tecleando en un ordenador datos y construyendo informes de nueve de la mañana a siete de la tarde para luego irse a dormir temprano, no sin leer un poquito antes para agarrar el sueño. Y se rebeló. Dijo que no, que de ninguna manera, que ella quería usar sus manos para algo más que para teclear palabras y datos. La familia pensó, ‘pobrecita, ya se le pasará’. Pero ella era tozuda. No sabía qué era exactamente lo que quería, es cierto. Buscó ser aprendiz de cualquier cosa, desde ebanista a jardinera, hasta que finalmente dio con lo que sería su vocación: la cocina. Tuvo trabajos de una precariedad apabullante, por supuesto, en los que ni siquiera pagar era una opción. Pero hoy es una de las cocineras más reconocidas por sus colegas, no sólo por su arte culinario, sino por sus libros de cocina, de una originalidad brillante: Cocina o barbarie, el primero, o el último, ¡Quemo!, son obra de la catalana María Nicolau que no busca los grandes fogones, sino retornar a la cocina que nos hace humanos. La conexión con la tierra es esencial para ella y para su forma de entender el oficio, así que vive en un pueblo de menos de trescientos habitantes. Y tal vez por eso conecté tanto con su manera de entender el mundo que puede replicarse en el ámbito de cada cual: la escritura, la cocina, la huerta, la vida.

Pero lo mejor de todo es que María Nicolau no es ya tan original y eso es una buena noticia. Su reivindicación de la cocina que hacían las abuelas, sin nostalgia, está extendiéndose. Y lo de “sin nostalgia” es muy relevante. Huye de la falsa imagen de una abuela feliz cocinando envuelta en flores frescas y dándole amor a sus hijos. Recuerda que esas abuelas eran más bien recias, azotadísimas por la dura vida que tenían en la que, entre otras cosas, la tecnología no había llegado para aliviar las tareas diarias que agotan el tiempo y la energía. Pone en el centro la necesidad de reconectar con una alimentación consciente y saludable, que hace a lo que somos, pero sin perder el eje del momento en el que estamos. Parece que quisiera matar con sus propias manos a las cadenas de comida rápida y a quienes se despreocupan de ese detalle que es comer cada día llamando un Glovo en las grandes ciudades. Le parece un horror, y coincido en que lo es. No sólo por el sistema perverso que implica el negocio de esas plataformas, sino porque nos desconecta de lo más importante: el alimento, la confección de nuestra comida, los orígenes de lo que estamos dispuestos a introducir en nuestro cuerpo. Tantas de las crisis que tenemos entre manos podrían mejorar drásticamente si volviéramos a reequilibrar la balanza entre lo que los avances tecnológicos nos permiten y lo que la esencia de lo que somos nos dicta. 

Para lograrlo hay que ser valiente, ir contra la corriente que nos arrasa y ejercer la soberanía alimentaria propia. No es imposible: es una decisión que puede ser personal y que debería ser también política. Mientras los despachos engrasen su pesada maquinaría, que siempre es más lenta de lo que la vida precisa, lo que dicen los que saben es que, al menos, se interfiera menos en ejercer el peso de la ley sobre quienes conocen bien las fuentes de sus saberes y las maneras de hacer de la vida en el campo algo viable. Y esto, sí, también tiene que ver con la cocina. A ver si hay huevos, como diría María Nicolau.