El vino llegaba a la montaña en enormes cubas que venían en el tren o que se iban a buscar en camión a la zona de Toro, en Zamora, o a Pajares de los Oteros, el famoso Prieto Picudo de ahora. Luego los almacenes que había en Boñar lo envasaban en pellejos para repartir por la comarca o en botellas para servir en unas tabernas que estaban llenas a diario. Un momento de mucho jaleo, especialmente los lunes de feria, era la hora del vermú o del blanco. Luego por las tardes estaban las partidas de mus y de tute, pero era al llegar la noche cuando las tabernas se abarrotaban, aquellas eternas veladas siempre empezaban y acababan delante de un vaso de vino.
Entre los parroquianos estaban sobre todo ganaderos y mineros. Los primeros eran gente humilde que poseía 4 ó 5 vacas y un pequeño pedazo de tierra en el que plantaban patatas, garbanzos o lo que se diera. Y con eso vivía toda la familia. Aunque los que más se movían por los bares al terminar su jornada eran los mineros, que eran muchos y buenos gastadores, gracias a los generosos sueldos que ganaban dejándose los huesos y el alma en las entrañas de la montaña. En pueblos como Veneros había más de 300 mineros trabajando en las 4 ó 5 minas de la zona. La mayoría de ellos vivían en Boñar e iban andando o en bicicleta a trabajar, aunque más adelante Hulleras de Sabero empezaría a llevarles en camiones. Y todos llenaban sus botas de vino para afrontar las duras jornadas bajo la piel de la montaña. Hablamos de una época en la que en la comarca de Sabero habría más de mil empleados trabajando para Hulleras y empresas dependientes. Y todo ese flujo de gente que vivía y se ganaba el pan en los valles mineros desembocaba en bares y cantinas al llegar la noche, generando un bullicio de risas y vino que todavía resuena en la memoria de los más mayores.
Los almacenes que había en Boñar también distribuían el vino por toda la montaña, transportándolo en pellejos y garrafas, al principio en carros tirados por un caballo y luego en pequeños camiones. Servían en pueblos como Vozmediano, que de aquellas tenía dos cantinas. Todas las semanas subían un par de pellejos de 60 o 70 litros en el carro, tirando del caballo y con esa conciencia dilatada del tiempo que ya ha desaparecido para siempre. Luego, para bajar, ya ligeros de equipaje, lo hacían montados sobre el animal. Era un trayecto de cinco horas, ida y vuelta, tomando la loma que sale de Boñar hasta Grandoso, donde atravesaban un precioso bosque de encinas antes de llegar a Vozmediano. De aquellas no había carretera y todo eran caminos de tierra. Cuando por fin la construyeron ya empezaron a ir en camión, como José el tabernero y José el de Amato, el de las gaseosas, que lo comprarían al mismo tiempo y que siempre pasaban por un lugar que llamaban ‘la patadica de la mula’, porque se veían unas huellas marcadas sobre la piedra, las pezuñas del animal.
Y también hacían viajes que ahora nos pueden parecer un paseo en coche pero que entonces eran auténticas travesías, como cuando subían con el carro a Cofiñal, Puebla de Lillo, Solle o Redipollos. Para esas largas jornadas de reparto salían de Boñar a las cinco de la mañana y regresaban de madrugada. Solían parar a merendar en un enorme prado que ahora anega el agua de un pantano del Porma que por aquel entonces no estaba ni proyectado. Allí aprovechaban para hacer una pausa en el camino, reponer fuerzas y soltar a los caballos del carro para que también descansaran del peso del vino que transportaban. Y también allí se solían juntar con otros carros de otros almacenes de Boñar que llevaban sus mercancías a los pueblos de la montaña: otros dispensadores de vino, el panadero, el frutero, o Chucho y su hermano José María, que habían comprado un moderno Isocarro para llevar el pescado. Y a veces, cuando era verano y había fiestas en los pueblos, se enredaban con el tiempo y las chavalas, con amigos y verbenas, y quedaban a dormir en algún prado o en casa de alguno de esos compañeros de correrías, con esa irresponsable felicidad que gobiernan la juventud y el vino.
Porque el vino siempre ha tenido ese poder de embriagar el mundo y transformarlo, de cambiar sus aburridas leyes. Y la vida de aquellos años en la montaña leonesa no se puede entender sin esa etílica extravagancia que alteraba las rígidas normas de conducta y aligeraba el peso de los días, no se puede entender sin el vino.
ð Continúa en la entrega IV: la plaza