Lola

Te guardé las sobras de la cena, pero no estabas. Las separé y las metí en un tarrito que siempre solía guardar hasta el día siguiente que pasabas por aquí a encontrarte con nosotros, a mirar a través del cristal de la puerta de la cocina si estábamos bien, si todo estaba en orden en la otra casa que te tocaba vigilar ahora que habíamos construido la nuestra cerca de la de mis padres, tus dueños legítimos. Pero a la mañana no viniste. Y tiré las sobras. Y pensé que menudo desastre que ahora nadie pudiera aprovechar esa comida extra. En esta casa no se tira nada. No se tiraba. Porque entre el compost de la huerta y tus dientes teníamos suficiente para generar el mínimo de residuos posibles. Ya no.

Te fui a buscar después de comer para salir a dar un paseo, pero no estabas. En los huecos entre trabajo y trabajo, entre mis horarios de locura entre Argentina y España, entre la presión de cosas por hacer a la que vivo sometida desde que abrí más ventanas de las que soy capaz de resistir, siempre estabas tú. Y apaciguabas la ansiedad: me recordabas que lo importante era caminar, sentir el aire en los pulmones y la tierra bajo los pies. Podrías haber ido tú sola, nunca te atamos. Podías salir y hacer tu ruta por el pueblo: siempre fuiste libre. Pero no. Esperabas a que viniéramos a por ti, que alguno de nosotros quisiera pasear. Entonces entraba tu función: protegernos. Aunque en el último tiempo ya eras tú la que pedías protección. Si aparecía un perro más grande o más joven que tú, me mirabas con ojos de socorro. Y yo, si tenía coraje suficiente, lo espantaba. Y venías, y me agradecías bajando la mirada. Luego seguías tu camino, como si nada.

Tu vejez fue dulce y tierna. Nos entendías ya casi a la perfección, como si nosotros hubiésemos aprendido a hablar tu propia lengua. Y no era sencilla porque siempre fuiste absolutamente libre. Dicen que los perros se parecen a sus dueños y es verdad. Si no querías hacer algo, no lo hacías. Buscabas la manera de generar una alternativa a la que no pudiéramos negarnos. La última vez que mis padres se fueron y quedaste a mi cargo te traje a dormir a mi casa. Y no querías. Así que a las 5 de la mañana estabas pegada a la puerta como diciéndome: vale, ya he estado aquí horas, quiero irme ya, déjame en paz. Y te abría la puerta y te ibas a sentarte delante de la de mis padres sencillamente a vigilar que nada rompiese la paz de este lugar en el que casi nunca ocurre nada más allá de la intrusión de un gato o de una cigüeña que se acerca demasiado. Cuando querías algo insistías con el empeño de quien sabe que tiene la batalla ganada, que solo debe tener algo más de paciencia para obtener el objetivo. Y lo lograbas. He llegado a pasear contigo bajo la lluvia calándome hasta los huesos. He ido en dirección contraria a la que pretendía solo por darte el gusto. 

Acompañabas a todos los que se quedaban unos días en casa como si fueran de la familia. Y a los carteros los odiabas, por ser portadores de malas noticias. Nos avisaste, siendo apenas un cachorro, de que había un fuego en la chimenea de la casa. Si no fuese por ti, no tendríamos ya un hogar sino cenizas. Cómo no vamos a extrañarte, cómo no vamos a sentir durante mucho tiempo que nos faltas. Gracias, Lola, por acompañarnos, protegernos y hacernos tan felices. Ojalá hayamos estado a la altura de todo lo que no diste.