Le había escuchado burradas a Ayuso antes, pero lo de “las drogas nunca fueron propias de Occidente. Eran de otras culturas. A lo largo de siglos, nunca fuimos como otras (culturas) orientales, que se sumían en ellas” es de las medianas. Dos historias: William Randolph Hearst poseía 350.000 hectáreas en Chihuahua que le arrebató la revolución mexicana. Llegó a ofrecer 50.000 dólares –que siguen siendo una pasta ahora mismo– por la cabeza de Pancho Villa. No hace falta que recuerde la influencia ejercida sobre la opinión pública estadounidense de este individuo. Bien, ya que los mexicanos de Texas y California no tenían pensado devolverle sus tierras empezó a chincharles con la marihuana, que consumían después de extenuantes jornadas de trabajo, relacionando la planta con homicidios y locura. La revolución terminó en 1920. En esa época se empezó a hablar de su ilegalización y, ya de paso, prohibir el cáñamo en general, ya que resultaba barato de tratar para hacer papel, cosa que no interesaba a dos bancos pertenecientes a los Dupont y JP Morgan, que querían vender su madera y sus productos químicos para tratarla y para hacer plásticos y pasta de celulosa. En 1937 ya estaba incluida en la legislación federal de EEUU en la Categoría I –con la heroína y la cocaína– de drogas mortíferas y tal. Esta arbitraria legislación, que procede de forma exclusiva del rencor y la codicia, ha sido copiada ampliamente. Hasta nuestros días. No, no recomiendo contar este rollo al celoso policía que, viéndote fumar un canuto por la calle, te lo quiera quitar y llevarte delante de un juez; por alguna razón no les hace reflexionar. Y segunda historia, mucho más breve: en 1729 entraron a China POR PRIMERA VEZ doscientas cajas de opio llevadas por ingleses, holandeses y portugueses. Literalmente lo contrario de lo que afirma la muy trastornada presidenta de la comunidad madrileña. Ya me callo, que recuerdo al pobre Antonio Escohotado antes de hacerse facha el hombre: invitado a todo tipo de tertulias televisivas trataba de hablar del uso de la belladona en Oriente Medio o del comercio de pasas en el siglo II y una señora gallega a la que se le había muerto el hijo por sobredosis le empezaba a dar gritos diciéndole que la –necia– droga mata mientras Jesús Hermida o Julia Otero ponían cara de gran concernimiento. Igual se le reblandecieron los sesos por esas reiteradas y dramáticas admoniciones y no por estar puesto a diario desde las diez y media de la mañana –lo que no me parece ni medio mal–. Pero ahí entramos en temas científicos y/o morales y ni siquiera he rozado –ni me he sumido en– los legislativos. Así que cuando inventan que la inmigración o los okupas constituyen un problema de la hostia me pongo de mal humor. Sé a qué obedecen tales consignas. He estado allí y he pisado esas alfombras.