La decadencia de la institución monárquica

Dentro de las escasas pertenencias que mi padre heredó del suyo, es decir, de mi abuelo, se encuentra un cuadro con el retrato de los monarcas europeos de principios del siglo XX. El cuadro en sí es de escaso valor, tanto el marco como el soporte en cartón no pudieron suponer un gran dispendio y su cotización actual, salvo por el valor afectivo, no sacaría a nadie de la miseria. Sin embargo tiene enseñanzas aleccionadoras, alguna histórica y otra de dinámica de poblaciones, poblaciones regias en este caso. 

En la composición del elenco monárquico figuran gran número de reyes cuyos reinos ya sólo son pasto del recuerdo. Emperadores, zares y sultanes son ya pretérito indefinido que no se volverá a conjugar jamás. Algunos, como fue el caso del emperador de Francia, Napoleón III, se adelantó al siglo XX cambalache, problemático y febril, y se despidió junto con la monarquía en el país galo para dar paso a modelos de gobierno de corte republicano. El mismo camino siguieron el emperador de Prusia, el emperador austrohúngaro, el zar de Rusia y el Sultán de Turquía, apenas estrenada la centuria. Otros, de menos entidad, siguieron los mismos pasos.

Monarcas de toda consideración como en España o Portugal, tampoco resultaron indemnes a la marea antimonárquica que afectó al mundo en la primera mitad del siglo, sus titulares tuvieron que abandonar el cargo y poner rumbo al exilio. En Portugal la despedida a la institución monárquica fue definitiva. En España no, porque en España si algo tenemos siempre claro es que nunca tenemos nada claro, e incluso en política siempre estamos a merced de un movimiento pendular, a un vaivén político que nos hace claramente diferentes del resto de Europa, incluido Portugal, que así, a la chita callando, suele ir aventajándonos una y otra vez en lo que a ponerse al día se refiere.

En España se volvió a recuperar la institución monárquica porque un general galaico, de apellido Franco, así lo dispuso a su muerte, al igual que un general catalán, de apellido Prim, trató de cambiar la dinastía borbónica por la casa de Saboya, aunque fracasó en el intentó y lo pagó con la vida. Sea como fuere, desde el advenimiento de Felipe V en sustitución de la casa de Austria, tan sólo el siglo XVIII se completó sin sobresaltos ni exilios más o menos duraderos para dicha estirpe. No sucedió lo mismo en el siglo XIX, pues con la guerra de la Independencia, Carlos IV, con su hijo Fernando VII, fueron “invitados” a residir en Francia, teniendo que abandonar el país en beneficio del rey José Bonaparte I, hermano de Napoleón.

Carlos IV se quedó exiliado en Francia –después en Niza y Roma– abdicando en favor de su hijo Fernando VII, monarca de infausto recuerdo con el que España comenzó a despedirse de sus colonias de ultramar, proceso que culminó con su total perdida con la regencia de María Cristina de Habsburgo, durante la minoría de Alfonso XIII. Por medio se produjo el exilio de Isabel II y se instauró otra dinastía, como ya quedó indicado con el general Juan Prim, y su apuesta por Amadeo de Saboya. Y eso sin contar con la primera República, hasta que el hijo de la reina destituida, Alfonso XII, merced al pronunciamiento de otro general metido a político, en este caso Martínez Campos, restituyó la monarquía. La reina madre no regresó nunca. 

En el siglo XX hubo de exiliarse para siempre Alfonso XIII con el advenimiento de la segunda República en 1931 y, como ya mencionamos, la larga dictadura de Franco hasta 1975, en que por expreso deseo del caudillo de España por la gracia de Dios, volvió a instaurarse de nuevo la dinastía borbónica hasta la fecha presente. El siglo XXI tampoco está exento del exilio de un monarca reinstaurado, en este caso de Juan Carlos I, padre del rey actual, y cuyo ¿voluntario? exilio en Abu Dabi aún mantiene algunos matices turbios que el tiempo nos irá aclarando. 

Presente y futuro de la monarquía

Hasta aquí la relación de hechos relativamente cercanos que cualquier historiador describiría con mayor autoridad. Ahora pasemos a otro punto de vista por enfocar mejor el presente y el futuro de la institución, sobre todo en España que es el país que nos pilla más cerca y más nos incumbe. La España altomedieval conoció simultáneamente cuatro reyes de otros tantos reinos cuyos emblemas figuran en el escudo heráldico de la nación, y eso sin contar los innumerables reinos de taifas moros. El tiempo redujo a uno el número de monarcas en la piel de toro, además de los cuatro reyes de la baraja y la festividad del día 6 de enero.

Las posibilidades de que las monarquías tengan viabilidad, parece chocar de frente con la inexorable contundencia de los datos que recoge la paulatina consunción de los gobiernos presididos por un rey. Hoy el rey de Montenegro o el de Serbia, o incluso el de Grecia, suenan a anacronismo. España misma limita con tres repúblicas (Francia, Portugal y Andorra) aunque también con otras dos monarquías, como son Inglaterra (por Gibraltar) y Marruecos. Hay continentes como el americano que no cuentan con ningún representante regio, habiendo tenido al Emperador de Brasil, Pedro II, como último exponente, por más que los países anglófonos se reconozcan como súbditos virtuales de su graciosa majestad británica y sigan existiendo residuales colonias británicos.

Es por eso que no parece muy probable que la institución tenga una gran proyección de futuro. De todos modos a nada conduce intentar abreviar el trámite, el devenir histórico de los países es como el agua que discurre por los ríos, puede encauzarse o embalsarse pero no retenerse indefinidamente, hay que dejarla fluir y que siga su curso natural. Este proceder debería ser contemplado por republicanos y monárquicos. Por boca de algunos de estos últimos, cortesanos vocacionales –de ser cortesanas el calificativo tendría un marcado carácter peyorativo– es factible escuchar en algunos medios de comunicación encendidas apologías, no ya del régimen monárquico sino de las personas que encarnan la institución, como es el caso de algún comunicador radiofónico.

A los más recalcitrantes monárquicos hay que recordarles aquel pasaje que al regreso del rey  Fernando VII desde su exilio dorado en Francia, protagonizó el pueblo de Madrid, el cual, en un acceso de casticismo hispano, desenganchó las acémilas que tiraban de la carroza real, para pasar el mismo a ocupar su puesto –el del rey no, el de las acémilas– a la vez que gritaba enfervorecido: Vivan las cadenas ¡Excelso alarde de ansias libertarias!

Y en esa misma línea iban las palabras que el canciller de la extinta Universidad de Cervera, el clérigo barcelonés Ramón Dou, pronunció con solemnidad en presencia del mismo monarca, y que compendia todo nuestro acervo intelectual tras siglos de sumisión lisonjera: Majestad, lejos de nosotros la funesta manía de pensar. ¿Alguien se atreve a superarla?

Tomás Juan Mata pertenece a Urbicum Flumen, la Asociación Iniciativa Vía de la Plata