Si llegan a fin de mes, es que no están muertos. Esa declaración es la lógica aplastante de Milei consultado por un periodista al paso, en plena calle. Que la gente se está muriendo de hambre, que no llega la plata. Y bueno, no será para tanto si todavía son capaces de quejarse.
Lo que está ocurriendo en Argentina da la medida de lo que puede pasar en otros lugares donde uno diría que esto es imposible. Tiene que ver con la realidad de cámaras de eco en la que vivimos: a este lado de la burbuja nos parece increíble que alguien en su sano juicio apoye lo que Milei defiende. Del otro lado del abismo lo que les parece impresionante es que se siga confiando en el progresismo que no ha sabido dar respuesta a un malestar que de coyuntural está pasando a estructural en gran parte del planeta. De hecho, del otro lado de Milei por ahora sólo hay vacío y un eco que congela las entrañas: nada se opone a la noche, como decía el libro aquel. Y eso, claro, es un problema grave. Si no hay alternativa creíble, no hay posibilidad de cambio. Eso tal vez explica que el apoyo popular de este experimento social que ha llegado a presidente de uno de los países más admirados y queridos del mundo, donde uno diría que las instituciones tienen la fortaleza suficiente como para resistir a la catástrofe, sea del 50% aproximado. O sea, que la mitad de la población sigue aprobando una gestión y unas propuestas que a la otra mitad le parecen una estupidez que, encima, es altamente peligrosa y que puede terminar en que todo quede roto. Pero roto, roto. Un país partido al medio. ¿Un país? No. Un mundo.
En estos días se publica lo último de Ziblatt y Levitsky que, después del best-seller Cómo mueren las democracias vuelven a la carga con otro título contundente: La dictadura de la minoría, editados ambos por Ariel en España. Aunque este trabajo está muy basado en el sistema estadounidense, hay puntos importantes que pueden y deben hacernos pensar en otras burbujas que también suceden en España, aunque con sistemas políticos diferentes. Ellos advirtieron de lo que podía pasar con Trump, y pasó. El asalto al capitolio fue una profecía cumplida y, de ahí, este nuevo libro en el que se entiende por qué tienen tanto peso quienes ostentan la minoría. La Constitución de EE UU, al ser sacrosanta, se ha quedado vieja para este mundo. Las coaliciones que necesita el progresismo para subsistir son hiper frágiles y más en un mundo en el que por encima de la causa, están las causas, como ya analizaron de forma brillante Martín Rodríguez y Pablo Touzon en La grieta desnuda, allá por 2019 en la Argentina. Si hay fisuras entre los progresistas, el otro bando gana. Porque vota con disciplina, con una convicción que empuja a lo general sin caer en el detalle particular. La izquierda, sin embargo, se sustenta en la diferencia y esa diferencia la sacrifica en un mundo en el que los mensajes liderados por un ‘sí, pero…’ carecen de espacio para su desarrollo. A golpe de tuit, no puede haber fisuras: sólo queda polarizar.
En las elecciones europeas que se celebran esta semana el panorama se presenta difícil: estamos atravesando turbulencias y hay que ver quién se mantiene a flote. No es momento de dudar y ahora todos los votos cuentan. Los de la España olvidada también: el problema es que subirse a tractores quince días antes de una elección no parece demasiado convincente. De nuevo, o rompemos las burbujas con un cuchillo en la mano o seguiremos pensando que el otro está equivocado sin pararnos a entender las razones de su rechazo. El olvido, por cierto, tiene bastante que ver. Por eso ganó Trump y por eso la extrema derecha cada vez tiene más fuerza también en Europa. Alguien se subió antes a los tractores y escuchó un dolor del que supo hacerse eco. Las cosas no son como una quiere: las cosas son como son y con ellas hay que jugar las cartas posibles para lograr lo imposible. En eso está la democracia hoy.