Con este brillante epílogo de una saga tan exitosa como exprimida, Christopher McQuarrie y Tom Cruise demuestran saber perfectamente cuáles son los resortes que han de pulsar para que el espectáculo vibre sobre la pantalla. Es puro cine de acción, lo importante aquí no es detenerse sobre sesudos giros argumentales o reveladoras transformaciones de unos personajes que ya están suficientemente perfilados para definir el arquetipo que les ha tocado reproducir. Aquí de lo que se trata es de dar al espectador locas persecuciones, descabellados saltos, imposibles acrobacias, salvajes e interminables peleas, fuego, ruido y explosiones por doquier. Y eso lo clavan, tanto un McQuarrie que sabe donde colocar su cámara en cada escena para que la coreografía final sea de una contundencia y preciosismo deslumbrantes; como un Tom Cruise que vuelve a demostrar ser un imbatible héroe de acción que, además de saber correr y ejecutar mil acrobacias sobre la pantalla, mantiene intacta ese aura de estrella después de tantos años y tantas películas.
El papel secundario que ejerce el argumento en este tipo de filmes es algo relativamente reciente, un hecho provocado por la arrolladora irrupción de las nuevas herramientas tecnológicas y digitales que están fagocitando la imaginación, ese peculiar e intrínsecamente humano talento que ha servido para crear y nutrir las más fascinantes historias de aventuras desde el principio de los tiempos. Porque es evidente que los paradigmas han cambiado, que lo digital se ha impuesto a lo analógico, que en la mayoría del cine de acción contemporáneo importa más el “cómo sucede” que el “por qué sucede”, que prima lo visual sobre lo racional, el impacto sensorial sobre el sedimento reflexivo. Y esta última entrega de Misión imposible no es ajena a esa tendencia.
En este episodio final de la saga vemos como nuestro agente Ethan Hunt sigue tratando de impedir que Gabriel, el malo malísimo de la trama, llegue a controlar el tecnológicamente omnipotente programa de IA conocido como La Entidad. Y el sentido del espectáculo sigue siendo apoteósico, de esos que solo se entienden desde la pantalla grande, de esos que nos recuerdan la magia que puede caber en una sala de cine. Es entretenimiento puro, el cine como fuente inagotable de espectáculo, como ese fecundo feudo en el que poder vivir todas las aventuras imaginables posibles. Estamos ante casi tres horas de metraje en las que no nos acordamos de ni por un instante de las pequeñas y prosaicas preocupaciones que lastran la rutina de nuestros días normales.