Rosas en mi cocina

La tarde anterior había estado llorando. Esa mañana me levanté con los párpados hinchados como sapos ahogados. Entonces ella apareció vestida de azul para preguntarme si estaba linda. Le dije que sí, que qué quería, que necesitaba café, que si me lo podía comprar. Se subió al coche y se fue a la ciudad a por lo que hacía falta. No era ninguna tontería que se tomase el trabajo de parar delante de mi puerta, bajarse del auto con sus dos bastones y mostrarme que estaba en pie, preciosa con su ropa nueva: hace meses que apenas puede caminar y se estuvo marchitando mientras yo lloraba por otros que desaparecen como agua evaporada. Pero no supe decirle gracias. Solo apurarla, convivir con mis fantasmas, con la cabeza emborronada de rabia.

Él apareció con una cesta llena de botes de conserva que había preparado para nosotros: el invierno será duro. Los traía en un carretillo verde, el mismo con el que hemos movido toneladas de piedra para armar los muros de lo que hoy es ya mi casa. Con los víveres traía al menos quince rosas. Dame un jarrón, el más alto que tengas. Ni hola me dijo. Yo le dije que el que tenía era corto. Da igual, el que sea. Y también le dije que me tenía que ir al día siguiente a dar unas conferencias, que se iban a morir las rosas y yo casi ni las iba a poder mirar, que no era buena idea. Todo eso le dije en vez de gracias: son hermosas y me hacen falta. 

En la Maragatería solemos hablar con hechos, no con palabras. Así que mi padre, como ya hizo otras veces en las que estaba muy triste, no me dijo nada. Sólo cortó rosas del jardín y las colocó en silencio una a una en un jarrón insuficiente y creó un ramo tan bello como mi estupefacción. Y ahora en la mesa de la cocina se derraman quince flores que perfuman un ambiente que hace días se volvió denso porque sucede, a veces, que la vida no es justa, que los malos son los buenos, que los buenos se vuelven malos y que una no entiende un carajo de por qué dio la vida por quien está dispuesto a sacrificarla sin preguntarle siquiera si necesita algo, si va a estar bien, si puede ayudarla.

Hace apenas un año recogía rosas de mi propio huerto para regalárselas a las personas que precisaban ser escuchadas en esta provincia tan llena de olvido y abandono. Me sentaba en medio de lugares donde me miraban con desprecio o sorpresa por defender lo que creía justo y urgente a viva voz, sin micrófonos, porque apenas teníamos nada. Dejé un trabajo estable por algo que apenas encontré después: coherencia. Sufrí pero logramos que la extrema derecha no entrase en mi tierra de nuevo. Puedo dormir tranquila. Las flores han vuelto y el huerto me abraza. He visto la cara del monstruo y no le temo a la noche ni a los espejos. Tengo paz. Ojalá la política esté alguna vez a la altura de las desgracias y de las ilusiones de la gente común. Hija de nadie era y soy: no tengo padrinos ni familia poderosa. Tengo la tierra, la montaña y un amor transoceánico que nunca me falla.