Dos libros para abrir otra vez los ojos y la razón. No importa el orden de la epifanía. Han caído en mi mano de forma consecutiva, por acción del azar. El talante de esta época predispone, siquiera por rara avis, al asombro de captar la inteligencia natural distribuida por el canal tradicional de los manuscritos. Las veneradas redes sociales, y su agitador de nuevo cuño, la inteligencia artificial, no son trampolín del pensamiento, más bien lo opuesto: incubadoras de las bajezas y ruindades, atentas en exclusiva a incendiar la conversación social.
Los libros que acabo de avanzar no se acogen a la sincronía del tiempo. Uno de ellos es de principios del siglo XX. El otro, como quien dice, recién nacido. Sigamos con las disfunciones, el mayor, ¿un clásico?, tiene la procedencia geográfica y filosófica de las tradiciones místicas orientales comparándose con las perspectivas pragmáticas de Occidente. El lactante incide en los aspectos domésticos de nuestras coordenadas cartográficas, y en cómo se han deteriorado grandezas pretéritas en orden al confusionismo semántico entre valores y virtudes. En ambos, sin embargo, la soberbia coincidencia de la opinión autorizada de una intelectualidad bebiendo en las fuentes del conocimiento, costumbre hoy desterrada.
Dejo ya de marear la perdiz. Se trata, en el referente veterano, de un ensayo del premio Nobel indio (1913), Rabindranath Tagore, bajo el título Nacionalismo (Editorial Penguin Random House), con el que pretende significar la huella del colonialismo occidental en su país, territorio caracterizado por una sensibilidad ética y religiosa complicada de encasillar en fronteras divinas y terrenales.
La novedad editorial recibe la identificación de La sociedad de la desconfianza (Editorial Arpa), una interesante glosa contemporánea de Victoria Camps, catedrática emérita de Ética de la Universidad Autónoma de Barcelona, sobre la decadencia del sistema democrático occidental, achacable no solo al auge de la extrema derecha, sino a excesos de una izquierda despistada, por dogmatizada, en progresismos transversales de salón, que la han desviado de su clientela electoral. Camps fue en su día senadora independiente por el PSOE.
El diagnóstico de ambos libros prefigura la casuística de las ideologías cuando dimiten de su catecismo básico y juegan con las frivolidades coyunturales de las encuestas electorales, lo políticamente correcto del momento y, sobre todo, la grosera prestidigitación de la esencia por la presencia. Se venden los derechos de primogenitura por un plato de lentejas. No se puede ser monolítico, obvio, pero los cambios de estrategia exigen la prédica y el ejemplo de la coherencia. Ignorar ese compromiso germina la desconfianza social en los agentes clásicos de la política y faculta la llegada de los pescadores de rio revuelto a través de la intendencia de Internet, en cuyo manejo se han revelado muy avezados.
¿Qué debo hacer?
Tagore, por ejemplo, alaba los valores occidentales en cuanto a signos de libertad personal y colectiva, orden social, imperio de la ley, servicios a la ciudadanía. Los incardina en lo que llama el espíritu de Occidente. Pero traspasada esa línea, se escandaliza por la deriva de esta parte del mundo a lo que llama Nación Occidente, expresada en este pasaje: “No podemos sino reconocer la siguiente paradoja: mientras el espíritu de Occidente desfila bajo el estandarte de la libertad, la Nación de Occidente forja las cadenas de hierro de su organización”. Esa organización, según el literato indio, no es más que el ansia mercantil y de lucro de una civilización decadente por no tener más referencia que los mercados. Traducido a la actualidad es sencillo adivinar la destilación de los nacionalismos de nuevo cuño.
Camps expone en su ensayo la agudeza crítica respecto a fenómenos más a pié de calle. Repasa, con la ayuda de una amplia nómina de expertos, las evoluciones a la baja en cuanto a empatía con los débiles, los efectos de la profunda brecha social, los canales de comunicación social infectados por el exceso de información y su consecuencia inmediata, la mentira o manipulación, la dejación de autoridad en los ámbitos de las convivencias social, familiar y docente. Una amalgama de vivencias que Camps resume en este párrafo: “Madurar moralmente no es renunciar a la libertad, sino entender que la libertad buena va de la mano del discernimiento. Las decisiones importantes y las más libres no son separables de la pregunta moral por antonomasia: ¿Qué debo hacer?”
El tiempo nunca ha sido factor disgregador de la inteligencia. Esta es intemporal y, a mayores, como virtud lujosa del pensamiento, al igual que el vino como producto bendito de la tierra, acumula con los años graduación jerárquica en sabiduría. Tagore insta al lector moderno a hacer de sus postulados lectura válida para cualquier época y lugar. Impregna sus teorías de una lozanía longeva. Camps escribe la crónica de un tiempo propio, pero con el apoyo rejuvenecedor de la aglomeración del pensamiento de los clásicos. Los dos libros, la pareja de autores, son ejemplos nítidos de que la inteligencia humana emerge desde la prodigiosa creatividad de la nada, mientras que la artificial y sus sucursales son deudos del impersonal recurso de un algoritmo. Una, la natural, la magnificará con la libertad de la mente; otra, la enlatada, ya apunta a controlar el ingenio y la rebeldía.