Solo he tenido dos contactos como empleado de la Administración: en modo soldado de Artillería y Caballería y en modo funcionario en el Ministerio de Educación. En el ejército aprendí que resultaba de mayor eficacia narrar mentiras –paradójicamente– increíbles que contarlas pequeñas o menesterosas. Ejemplo: era más probable que el capitán te diera un permiso para grabar un dueto con Neil Diamond en Barcelona o con el propósito de que fueras a cazar jabalís verrugosos para el Zoo de Newark –Nueva Jersey– que si decías que se había muerto tu abuela o que tenías que ayudar con la hierba en casa. Por eso en Formación Profesional –mi primer destino como profesor–, esfera en teoría un poco más ambiciosa intelectualmente que el cuartel, me decepcionó que mis compañeros no se trabajasen nada sus excusas y volviesen morenos de la nieve después de buscarse una vulgar baja por depresión. Las mentiras pequeñas son mezquinas y cobardes, las grandes son… literatura. Alonso Quijano, envenenado por esta, solo se miente a sí mismo y ni siquiera lo sabe y sería un monomaniaco con baja tolerancia a la frustración sin las trolas encadenadas que se ve condenado a urdir y luego demostrar Sancho Panza o a Sancho Panza. ¡Quiero a Gilgamesh, a Marduk y a Moisés! ¡Quiero a Sherezade! ¡¡Quiero a Munchausen!! Estas deformaciones sistemáticas de la realidad de los políticos no son graciosas, no son creíbles y, lo que es peor… devienen en aburridísimas. Sé que el tamaño del monstruo es arbitrario y contractual. Así que si me aseguran que hay uno debajo de mi cama exijo que me engañen no solo sobre su existencia. ¡Exageren su tamaño! ¡Inventen y finjan sobre su forma! ¡Creen! Demando embustes magníficos con joyas y bestias. Empieza marzo, temporada de juicios, y volveremos al no lo sabía, no me consta, no me acuerdo, no le conocía… ¡Hay más colores en el Pantone! Pero, ay, Aquiles, ahora tu cólera no es cantada por musa o diosa, sino por el telediario.