Aseguraba Oliver Laxe en una de sus muchas y recientes entrevistas promocionales que la mayoría del cine actual está cimentado a partir de la estructura sagrada del texto, que está indefectiblemente unido al teatro o la literatura, armado sobre el esqueleto formal que conforman los actos de un relato tradicional.
Es ese cine en el que las imágenes y esa visceral energía que poseen para apelar a nuestras emociones más escondidas quedarían relegadas a una vocación meramente estética o caligráfica. Esa banalidad de lo sensorial es algo que se extrapola perfectamente a esta sociedad contemporánea en la que vivimos rodeados de pantallas, en la que todas esas imágenes que nos estimulan de forma continua se han convertido en una herramienta comunicativa tan dominante como para asfixiar cualquier atisbo de esa reflexión que sí te permite la lectura, que sí cabe en la pausada contemplación de un cuadro o un amanecer.
Sirât, trance en el desierto es una road movie a través del desierto y las montañas de Marruecos que nos muestra el viaje físico y finalmente también metafísico de una extraña troupe: un padre y un hijo que se unen a unos raveros para intentar encontrar a la hija del primero y hermana del segundo que despareció hace meses en una de esas ceremonias techno. Ambos llevan tiempo viajando de rave en rave con la fotografía de la chica en mano y preguntando por ella, saltando de fiesta en fiesta con su aspecto de gente normal, su coche familiar y una obstinación a prueba de decepciones. Hasta que un día, en mitad del desierto y con la desesperación del que no tiene nada que perder asomando en el horizonte, se unen a ese grupo de raveros que viajan al encuentro de la fiesta definitiva. El camino no solo trascenderá a nuestros protagonistas, le dará vuelta a sus vidas en forma de tragedia, les enseñara el pequeño tamaño de sus miserias o deseos cuando se recortan sobre la inmensidad del irrespirable y colosal paisaje del desierto.
Sirât es un poderoso viaje sensorial que sumerge al espectador en una suerte de trance. El sonido constante y envolvente tiene un brutal poder de afectación, es una sinfonía que canaliza con poética precisión todas esas evocadoras y elocuentes imágenes. La belleza de este filme se explica a través de esa hipnótica experiencia visual y sonora que irrumpe en nuestro interior atravesando clandestinamente lo racional para agitar nuestras emociones de manera casi tribal. Su capacidad de penetración en el espectador es tan pura como ese mismo desierto que tanto fascinaba a Lawrence de Arabia. Porque está limpio, decía el aventurero.