Pablo Batalla Cueto, autor del libro 'La bandera en la cumbre': “También en la montaña ha habido lucha de clases”

Hace ya seis años que Pablo Batalla Cueto (Xixón, 1987) publicara su ensayo La virtud en la montaña (Trea, 2019). Este otoño llega a las librerías su segundo ensayo sobre montañismo y política porque, como decía Thomas Mann, a través de uno de sus personajes de La montaña mágica: “No hay no política, todo es política”.

La nueva obra lleva por título La bandera en la cumbre (Capitán Swing, 2025). Para conocer el libro que se presenta este miércoles 24 de septiembre a las 19.30 horas en la librería Sputnik de la capital leonesa y que tendrá su réplica en Ponferrada el sábado 11 de octubre en el espacio cultural El libro imposible de Prodigioso Volcán, hablamos con Pablo en una silenciosa comarca leonesa desde donde se divisa el Catoute, Arcos del Agua, el pico Tuerto y en días despejados el Espigüete palentino, entre otros.

El libro es atravesado desde la primera página hasta la última por algo que se llama clase social, eso que, dicen, ya no existe.

Existe, claro que existe. Me acuerdo de una vez que le dieron un Óscar a no recuerdo qué actor estadounidense y, en el típico discurso político al recibirlo, hizo una reivindicación animalista –cosa que me parece bien: no soy antianimalista– diciendo que habíamos conseguido construir una sociedad sin opresión de género, raza y orientación sexual y que nos faltaba abandonar la opresión especista. En esa enumeración no se acordó de la clase. Ricky Gervais –que es un tipo que a veces me desagrada pero que también tiene esa cosa, que sí me agrada mucho, de bufón que le dice la verdad al rey en la cara– se burlaba de esto con mucha gracia, un día, justamente en una ceremonia de los Óscar. Les decía a los actores: “Qué auditorio tan bonito, qué público, qué diversidad de gente, veo mujeres, veo negros, veo gays… Lo que no veo es pobres, ¡que les jodan!”. La clase ha desaparecido en gran parte del paisaje, y me gusta mucho la gente que la reivindica, como mi amiga Aida dos Santos. En la historia del montañismo, la clase está tan presente como en cualquier otro sitio. A finales del siglo XIX, montañeros conservadores se quejaban de que la montaña se estuviera llenando de pobres, de socialistas, de gente humilde y hortera que les estaba robando eso que había sido un espacio aristocrático. ¡Y los grupos de montaña socialistas gritaban “Bergfrei!”, “montañas libres”! También en la montaña ha habido lucha de clases. Pero cuidado con esto: me preocupa que no nos fijemos en la clase, pero también me preocupa mucho que nos fijemos solo en la clase. No hay que caer en ese extremo contrario en el que caen los rojipardos, muy rojos ellos –en teoría– para la cosa del reparto de la riqueza, pero a quienes les sacan granos las reivindicaciones feministas, LGTBIQ+ y demás. Hay que ser interseccionales, y ese es un mensaje que procuro que mi libro transmita. Y que, cuando nos fijemos en la historia del alpinismo, nos guste leer sobre los grupos de montaña socialistas, pero no nos guste leer que estaban formados casi exclusivamente por hombres a los que sus mujeres les preparaban la mochila. Y nos gusta leer sobre las primeras alpinistas feministas y sus gestas, pero no que solían ser mujeres aristócratas o burguesas, tremendamente clasistas, imperialistas, etcétera. Interseccionalidad.

Desde personajes funestos como Adolf Hitler o Benito Mussolini hasta movimientos como el feminismo o el ecologismo pasando por el cristianismo. ¿Qué nos lleva a subir a las cimas?

Muchas cosas. A cada ideología le ha llevado una cosa. Pero si queremos encontrar un punto en común quizás sea la superación, la vocación de conseguirla y de demostrarla. Todas las ideologías han tenido su hombre (o mujer) ideal, su homo novus que querían conseguir, y la montaña ha sido para todas un lugar ideal para conquistarlo: un lugar para el esfuerzo, para el perfeccionamiento, para la puesta en práctica de tus mejores valores, para la socialización y el aprendizaje con tus camaradas si es que ibas en grupo… Todas han utilizado las montañas como una especie de forja de ese ser humano nuevo e ideal al que aspiraban, que en el caso del fascismo era un hombre audaz, violento y atraído por la muerte; en el caso del cristianismo, uno amante de la belleza de la Creación y del Dios que la creó; en el caso del ecologismo, una persona consciente de la interrelación de todas las cosas vivas… Pero todas, ya digo, han visto los picos como un espacio ideal para forjarse y superarse.

De tu libro ‘La virtud en la montaña’ aprecio varios reflejos en este. Vemos desde hace unos años que no se disfruta subiendo a las cumbres, si no que el objetivo es hacerse una foto para las redes sociales. Siete mil quinientas personas en el Everest, ríos de basura, etcétera.. Un ejemplo claro lo tenemos en León con el Gilbo, en Riaño. ¿Esto parará o irá a más?

Está yendo a más mientras hablamos. Teníamos el libro ya prácticamente maquetado cuando leí una cosa que dije: “Dios, esto hay que meterlo”, y les pedí meterlo. Una empresa que organiza expediciones exprés al Everest: te aclimatas en casa, metiéndote en unas máquinas inverosímiles como de marca Acme o de profesor Franz del TBO, que no recuerdo ahora mismo cómo se llaman, te llevan volando para allá y apenas pasas por los campamentos, sino que subes y bajas a toda hostia y estás de vuelta en casa en, ya digo, menos de una semana. Hace poco me contaba Rosa Fernández, la himalayista asturiana, sobre la masificación que ya afecta incluso al K2, que antes era la montaña mortífera por excelencia. Las agencias de viaje ya te llevan también al K2, y te ofrecen “dobles ascensiones”: subir una montaña, cogerte en helicóptero y llevarte a otra. Todo esto, o lo de Kilian Jornet de hacer chorrocientas cumbres de una misma cordillera en cuatro días y demás. Me parece atroz, el peor montañismo imaginable. Lo del Gilbo es una versión de andar por casa de eso, pero es un poco terrible también. Porque es que la masificación también tiene un punto absurdo. No es una masificación generalizada, sino una masificación de postal, que se fija solo en algunos puntos muy concretos. Yo tuve una experiencia con amigos que siempre cuento. Fuimos en agosto al Macizo Central de los Picos de Europa y nos costó llegar a la Curvona de Sotres; había una caravana de coches tremenda. Pero cuando llegamos a la Curvona, descubrimos que todos esos coches se dirigían a Pandébano, para subir a Urriellu. Nosotros íbamos al lago de las Moñetas, un sitio precioso, de cuento de hadas. E hicimos la ruta completamente solos. A veces bromeo con que esta masificación de sitios concretos me recuerda a esas tiras pegajosas que se usan para atrapar moscas. En Picos está masificado Urriellu (el Naranjo de Bulnes), los Lagos, Fuente Dé… pero sales de ahí y bien puedes estar solo, en lugares de una belleza sobrecogedora.

Llevar la vida de la montaña a los pueblos y ciudades, como plantea de alguna forma Pasolini, o el viaje inverso. Por otro lado, la vida de los pueblos y las ciudades, nuestra forma de vivir, acelerando el cambio climático trae consecuencias como los incendios de este verano ¿Cómo analizas esto?

Creo que te refieres, no a Pasolini, sino a Guido Rossa, un montañero comunista italiano que decía que, en un momento dado, se dio cuenta de que las montañas eran para él un espacio de evasión de las injusticias del mundo, y que de las injusticias del mundo no había que evadirse: había que combatirlas. Se hizo esta reflexión en un momento dado; la de que los montañeros tienen que bajar de las montañas a la ciudad, y luchar contra esas injusticias en lugar de retirarse a un paraíso vertical en el que no suceden. Estoy de acuerdo con él y no lo estoy. Me parece que esa evasión existe o ha existido a veces, pero que las injusticias también ocurren en la montaña, así que la montaña es un lugar tan bueno como la ciudad para la lucha y el combate. ¡Que se lo digan a los maquis! En cuanto a los incendios, este verano ha sido terrible, sí. Y la montaña, el montañismo, es una buena manera de darse cuenta de lo terrible que es. Hace poco hice una excursión al Cellón, encima del Puerto de Pajares, en la que vimos una ladera entera calcinada, en la que ya habían crecido esos matojos con pinchos que en Asturias llamamos cotoyes. Uno de los que iba conmigo, que es geógrafo y sabe todo lo que hay que saber de cualquier cosa que le preguntes relacionada con el paisaje, nos explicó, allí, de manera muy gráfica lo que deducía que había pasado. Los ganaderos habían prendido fuego a esa ladera para que creciera el pasto y no había crecido el pasto, porque lo que crece ahí son cotoyes. A veces se reivindica la supuesta sabiduría ancestral de esos ganaderos que prenden el mechero de la cultura del fuego, pero las cosas han cambiado. Para empezar, prende fuego uno, no una cuadrilla de gente que vigila aquello para que no se desmadre y lo que arda sea solo una parcela concreta. Y el cambio climático está arruinando hasta los refranes, esos reservorios pequeñitos de sabiduría popular. Ya no hay aguas mil en el mes de abril, mayo ya no marcea cuando marzo mayea… Y se prende fuego creyendo que esa sabiduría sigue valiendo y ya no vale, y entonces el fuego se desmadra.

En uno de los puntos planteas si viajar a los confines del mundo para subir tal o cual cima no es la antítesis del espíritu montañista. La huella de carbono, lugares en los que sus habitantes se sienten invadidos.... Al Cainejo no le hizo falta viajar muy lejos para hacer historia.

Era el Atrevíu de Caín. Lo llamaban así. Gente dura, los cainejos. En el libro recojo un pasaje de los diarios de Pedro Pidal, sobre su padre contándole que una vez había visto a unos cainejos cazar unos rebecos y beber directamente la sangre fresca que manaba del cuello. Pidal y Gregorio Pérez hicieron historia con motivación política: el marqués de Villaviciosa había escuchado que querían subir a Urriellu unos ingleses y no podía tolerar que el primero en subir no fuera un español. En cuanto a lo que dices, sí: siempre me llamó la atención cierto tipo de montañero al que he conocido mucho: gente amante de la montaña a niveles hasta de obsesión, gente que sale de monte cada día que tiene libre, cada día de vacaciones, cada día de cada puente, pero que nunca sale de una cordillera concreta. José Manuel Piniella, por ejemplo, uno de los grandes montañeros asturianos, que no sale jamás de la cordillera Cantábrica. No le interesa, no tiene curiosidad. Lo suyo es la cordillera cantábrica, es recorrer cada centímetro de ella, hablar con cada pastor, hacer un ciento de veces la misma montaña. O Víctor Puente Cantero, un alpinista cántabro del que me encantan las cosas que cuenta en Facebook: lo suyo es, ni siquiera la cordillera cantábrica, sino el Desfiladero de la Hermida, donde tiene un proyecto muy bonito de recuperación de microtoponimia y reivindicación de los pastores, los de ahora y los de antes, de los que siempre cuenta que se encuentra su rastro en lugares por los que ni él se atreve a pasar. Él sí ha conocido otras cordilleras y otros lugares, pero cuenta que cada vez le interesan menos. Su mundo es La Hermida y no necesita más mundo que ese. Yo empiezo a pensar cada vez más así, también. He conocido otras cordilleras y, si ahora me ofrecen llevarme de excursión a los Dolomitas o a Yosemite, no diría que no, pero tampoco siento un anhelo enorme de hacerlo. Yo estoy enamorado de la montaña asturiana en general y de los Picos de Europa en particular. No me canso de recorrerlos, no me aburro de las montañas que ya he hecho, me encanta ir y recordar las veces anteriores que he ido y a la gente con la que fui y qué persona era entonces y qué persona soy yo. Hay un proceso ahí de retrospección personal y vital muy guapo, ahí. Y solo lo tienes en un sitio al que llevas yendo desde pequeño, no a uno al que vas de nuevas. Lo nuevo me interesa cada vez menos.

Algo que también atraviesa todo el libro es el feminismo, de cómo da igual qué ideología o clase social, siempre tratan a las mujeres con paternalismo y le indican directamente que no están preparadas para hacer cima... pero la hacen. Las Cainejas, recientemente celebradas, son un ejemplo de ello.

Sí. Yo no conocía esa historia cuando escribí el libro, y buena rabia me da. En general, en la historia del alpinismo, ha pasado mucho que individuos burgueses y aristócratas se hayan tenido por los primeros en subir a sitios a los que en realidad habían subido antes los pastores, los lugareños… ¡Y a veces se sabía! Pero las primeras ascensiones hechas por un pastor no contaban. No eran humanos. El humano era el primer conde de nosequé al que le daba por subir. Por supuesto, los hombres también han eclipsado a las mujeres. Hablo, por ejemplo, de cuando Anne Lister subió al Vignemale, a principios del XIX, y al día siguiente subió el príncipe de la Moscova y el corredor por el que subió, que era el mismo por el que había subido Lister, pasó a llamarse “corredor de la Moscova”. Hoy se reivindica que pase a llamarse “corredor de Anne Lister”. Ella no supo hacer prevalecer su nombre, que el mundo se enterara de que ella había subido primero. Pero las feministas más conscientes han utilizado el montañismo como altavoz reivindicativo. Annie Smith-Peck y Fanny Bullock Workman clavaban la bandera sufragista en las cumbres que coronaban, en una época en la que la prensa ya empezaba a incluir fotos, sabiendo que esa foto sería publicada y constituiría por sí misma una reivindicación feminista; la foto, incluso sin falta de ningún texto, era en sí misma una demostración de que las mujeres no eran el sexo débil, sino un sexo igual de fuerte que el otro, y que por lo tanto merecía el derecho al voto. Aunque también me resultó interesante descubrir que Smith-Peck y Bullock Workman eran rivales, se llevaban muy mal, y trataban de desacreditarse mutuamente. Fanny decía que Annie no era femenina, porque subía con pantalones. Ella llevaba falda porque quería “conservar su feminidad” también allá arriba. El feminismo siempre ha sido un movimiento –en fin, como todos los de la izquierda– muy fragmentado, con debates internos muy ardorosos, con “guerras civiles” que van estallando en su interior de tanto en tanto: ¿Feminismo de la igualdad o de la diferencia? ¿Feminismo liberal o socialista? ¿Optamos por espacios mixtos o por que sigan existiendo espacios solo femeninos? ¿Trans sí o trans no? Etcétera. Y en el libro también procuro transmitir esa complejidad en la medida en que se trasladó también a las montañas.

De libros como ‘El señor de los anillos’ a personajes como Tintín o Homer Simpson... ¿La montaña está más presente en la cultura de lo que se puede apreciar a primera vista?

Está menos de lo que debería. Eduardo Martínez de Pisón decía con mucho tino que no hay un Moby Dick del montañismo, una novela emblemática equivalente a esa que es la gran novela sobre el mar y la lucha con el mar. Hay novelas alpinistas, por supuesto, pero no han tenido ese impacto. Y sí, también hay una presencia montañera en muchas cosas que sí son muy populares, como Los Simpsons, con esa subida de Homer al Matacuerno, un capítulo que es una sátira genial del alpinismo neoliberal. O Tintín, con Tintín en el Tibet, que Hergé decía que era su aventura de Tintín preferida, y que es una aventura muy curiosa porque es la única en la que no hay un villano contra el que Tintín lucha, sino solo la lucha interior de Tintín contra todo lo que le dice que es una locura que se adentre en el Himalaya para salvar a su amigo Chang, que ha muerto con toda seguridad. A Tintín lo meto en el capítulo sobre cristianismo porque es un héroe muy cristiano y que aquí practica esa virtud cristiana que dice que bienaventurado aquel que da la vida por sus amigos. Y cuento cosas creo que interesantes sobre qué llevó a Hergé a dibujar ese álbum concreto. En general, con el libro, no quería limitarme a contar historias del alpinismo real, sino también del ficticio, de ese impacto en la cultura que tú comentas.

Para finalizar, dos preguntas personales: ¿Qué cima que no hicieras ya te gustaría coronar? ¿Y qué bandera te llevarías?

Voy a sonar pedante y seguramente lo sea, pero la verdad es que no soy muy de banderas en general. Incluso las que más me gustan, o con las que más identificado me siento, que podrían ser la republicana o la asturiana, las he ondeado muy poco. Pero mira, una cosa que tengo pendiente es visitar el Mazucu, el paraje montañoso en el que tuvo lugar la batalla más emblemática de la Guerra Civil en Asturias, una especie de Termópilas republicanas en las que los milicianos resistieron con mucha bravura a las tropas fascistas. Se les hace un homenaje todos los años, al que ha llegado a ir hasta Joan Tardà. Nunca me ha cuadrado ir y me gustaría. Y allí sí que me llevaría una tricolor.

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